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Serendipia’s Sitges Film Festival 2019: Novena cápsula

22 noviembre 2019 Deja un comentario


VIERNES 11 DE OCTUBRE                                                     (Fotos: Serendipia)

 

Y vamos por la novena jornada, que resultó memorable por alguna de las películas, como Samurai Marathon, una delicia de Bernard Rose que fue una de las que más gustaron a Serendipia, a pesar de que lo de cine fantástico brille por su ausencia; la resultona y atmosférica The Vigil; o Color Out of Space, que no nos terminó de convencer por lo que explicamos más abajo. También resultó inolvidable poder ver a uno de los raros de Europa, el alemán Hermann Kopp,  recreando sus contribuciones a las bandas sonoras de las cintas de Jörg Buttgereit. Un viaje a otra dimensión muy malsana.  

Como nos imaginábamos una avalancha de público y prensa para ver Color Out of Space (2019), la última película de Richard Stanley y un nuevo intento de adaptar al cine el universo cósmico de Lovecraft algo, no nos engañemos, bastante difícil de conseguir de manera satisfactoria, reducimos el número de pases de este penúltimo día de festival a tres. Si, el cansancio comenzaba a acusarse y para esa misma noche teníamos programado un concierto, concretamente a las 22 horas, hora en la que habitualmente estamos, casi, en el séptimo sueño.

Pero vayamos por la primera. Color Out of Space tiene un gran problema: Nicolas Cage. Y es un problema porque su descenso a la locura no es creíble. Utiliza unos guiños que pueden provocar la simpatía e incluso la hilaridad del público, pero es que esta historia no requiere de ello, necesita un actor creíble, y Nicolas Cage desde luego no lo es. Nadie se ríe del Jack Torrance de Jack Nicholson en El resplandor (The Shining, Stanley Kubrick, 1980), pero uno ve a Nicolas Cage hacer sus cucamonas habituales en Color Out of Space y no se lo cree. Más que nada porque ya lo hemos visto hacer lo mismo, de manera eficaz en la comedia Mom and Dad (Brian Taylor, 2017) y menos efectivamente en Mandy (Panos Cosmatos, 2018). Y realmente sabe mal que este ejercicio de cine de terror repleto de magia Wicca, ciencias ocultas, hippies y terror cósmico se malogre, en parte, por contar con un señor cuyos guiños comienzan a estar muy vistos. Naturalmente parte del público se reía, pero resulta que esa no era la intención de esta película. No sé si me entienden.

La adaptación, por otra parte, está bastante bien, repleta de colores lisérgicos que la hermanan, en cierto modo, con la cinta de Cosmatos, y terror de la vieja escuela que sugiere más que muestra, con esa invasión alienígena que cubre inexorablemente todas las superficies, todos los espacios, todos los cuerpos.  Sin olvidar, por supuesto, su homenaje a La cosa (The Thing, John Carpenter, 1982) esa película que, sin adaptar directamente al escritor de Providence, tan bien supo captar su esencia. Todo ello en una película que convenció en general al público y a gran parte de la crítica especializada, algo que no dejó de sorprendernos. En todo caso es posible que un segundo visionado consiga que, ahora que estamos avisados, obviemos en lo posible la presencia de Cage y estemos más pendientes de la labor de Richard Stanley y del resto del, por otra parte, correctísimo elenco.

Por su parte The Vigil, debut en el largometraje de su director, Keith Thomas, fue  la película escogida para la clausura de esta 52 edición del festival y resultó ser un eficiente ejercicio de terror que basa su efectividad en la milenaria costumbre judía de que alguien haga vigilia, durante la noche, a los fallecidos. El protagonista, que ha dejado la religión ortodoxa de lado, se verá sugestionado ante la situación de velar a un anciano. Sonidos misteriosos, movimientos inesperados, recursos clásicos de eficacia probada en el cine de terror, se mezclarán con el uso ingenioso del móvil, provocando desazón en el espectador. Nos pareció una interesante propuesta.

Y la última película del día, la excelente Samurai Marathon (2019), terminó de poner el broche de oro al día. Dirigida por Bernard Rose, uno de nuestros directores de cabecera (y no solo por

Un exultante Rose presentando su película

Candyman) esta historia, basada en hecho reales y con banda sonora de Philip Glass, resultó toda un regalo para los sentidos.

1855 los “barcos negros” arriban a las orillas de Japón después de más de 200 años del cierre de sus fronteras. Su llegada despierta sentimientos encontrados entre la población nipona, para algunos es la gran oportunidad de beneficiarse de los avances occidentales, para otros, los más celosos de su identidad, supondrá el fin de su civilización. Ese último es el caso de Katuakira Itakura (Hiroki Hasegawa), el señor feudal de Annaka, quien, ante la posibilidad de tener que enfrentarse a los americanos para preservar su cultura y tradición, organiza una carrera de 58 kilómetros para entrenar y poner a prueba a sus samuráis, los cuales, tras un largo periodo de paz, se han convertido en guerreros «débiles e indisciplinados». Entre los concursantes se encuentra un joven ninja infiltrado en las tropas del mandatario y la hija del feudal, una chica rebelde que esconde su identidad bajo un disfraz. Este es, a grandes rasgos, el argumento de esta película que combina lo histórico con lo figurado, la épica y el humor, y todo aderezado con grandes dosis de acción en la que se mezclan las artes orientales de la espada y los ritmos propios del western. En juego, como subtexto, están temas universales como el valor de la lealtad, la importancia del honor, y también unos gramos de reflexión sobre qué es y qué no es progreso poniendo el índice en el derecho a realizarse personalmente indistintamente del sexo de cada cual, unas gotas de feminismo bien entendido. Pero lo más importante de Samurai Marathon es su factura. La cinta de Rose respira cine clásico por todos sus poros (o mejor píxeles, quizás) por su puesta en escena, por el tratamiento de personajes y situaciones, incluso por su ritmo que avanza in crescendo. Y, por supuesto, hay que destacar el perfecto maridaje de la música de Glass con las situaciones y personajes, así como la fotografía de Takuro Ishizaka que convierte a la imagen en un auténtico festín para los sentidos. Fantástico cine que no cine fantástico, ¿qué pinta en la sección oficial a competición? En todo caso, bienvenida sea.

Como curiosidad final hay que añadir que cada mes de mayo desde 1855, se celebra en la prefectura japonesa de Gunma la maratón nipona, una carrera muy peculiar y local en la que se corren 53 kilómetros (y no 42 como en la occidental) siguiendo el espíritu de los hechos reales que inspiran Samurai Marathon.

Excepcionalmente Serendipia trasnochó para acudir al concierto de Hermann Kopp que tuvo lugar ante un reducido pero animado público en la Carpa Norai de l’Auditori. Perfecto escenario para la insana partitura del alemán que reinterpretó, pues no en vano han pasado ya treinta años desde que se grabaron los originales, sus aportaciones a las bandas sonoras de Nekromantik (1987), Nekormantik II (1991) y Der Todesking (1990), grandes filmes de culto de Jörg Buttgereit. Para ello se valió de la colaboración de un músico que le ayudó con los acompañamientos mientras él se encargaba de violín, teclado y theremin. Supper, Drunk, Petrified, Poison, Fish… melodías repetitivas, atonales, reflejo de las terribles escenas que acompañaban, en blanco y negro, las canciones y que eran tocadas de manera monótona por un Kopp de semblante grave y frío. Uno de esos momentos inolvidables que ofrece, más allá del cine, el Festival de Sitges.

Categorías: Sitges Film Festival

Migoya o revienta: la entrevista (casi) definitiva

22 noviembre 2019 Deja un comentario

Foto: Johanna Valcárcel

Hernán Migoya nace en Ponferrada en 1971, pero pronto se deja caer por Barcelona y estudia periodismo en Bellaterra. En 1992 y por tanto con tan solo 20 años entra en La Cúpula, refugio de dibujantes y/o crápulas, algunos de los cuales, como Mariscal, había ascendido a los infiernos del diseño con su Cobi, que ese mismo año sobrevolaría el mundo. Hernán es contratado con la delicada misión de reflotar El Víbora, que atraviesa un bajón de ventas. Y lo que hace es renovarla buscando nuevos talentos y dando así la oportunidad a, por ejemplo, Miguel Ángel Martín, Javier Rodríguez, María Colino, Iron, Mauro Entrialgo, Álvarez Rabo, Gat, etc. También se encarga de otras cabeceras de la casa como Kiss Comix y lanza la colección Brut Comix, con la que pone a disposición de los lectores los talentos de Peter Bagge, Daniel Clowes o Chester Brown, además de nuestros Martín, Sequeiros o Juaco Vizuete. Si han leído algo de todos estos, que deseamos pensar por su salud mental que así ha sido, fue gracias a la visionaria iniciativa de Hernán, al que con todo ese lío aún le quedó tiempo para ver muchas películas… ¡cientos!… ¡miles! y realizar un extenso listado alfabético de actrices señalando todas las escenas de sus películas en las que se les puede ver un pecho o algo más, recopilando ese tórrido inventario en ¡Desnudas!, editado por Midons. Una empresa que en tiempos del VHS y, recuerden, sin internet, tenía mucho mérito.

El libro se publica en 1996 y dos años después decide abandonar La Cúpula para dedicarse exclusivamente a escribir. En 2002 obtiene el premio del Salón del Cómic al mejor guión por El hombre con miedo, con dibujo de Manolo Carot y a partir de ahí es un no parar, ya sea publicando con La Cúpula o Norma Comics, entre otras editoriales.

Realiza sus primeros pinitos en el cine rodando cortometrajes, el primero de los cuales es D.N.I en 1998. Escribe su primera novela. Y se lía parda. Todas putas, que reúne una colección de relatos que publica la editorial El Cobre, de la que era copropietaria Miriam Tey, directora del Instituto de la Mujer, recibe todos los bofetones, puñetazos y el fuego cruzado por parte de feministas y partidos de izquierda, culminando con su retirada después de que la Asociación de Mujeres Juristas Themis pida su secuestro por vía judicial. Algo escaldado escribe ensayos sobre el escritor Charles Williams y una biografía de la stripper Chiqui Marti, entre otros. Cuando salta el escándalo por su libro Hernán trabajaba en la sección Brigadoon del Festival de Sitges, que dirigió durante cuatro años y también había autoeditado la revista Ojalatemueras junto a Rubén Lardín, que publicó tres sicalípticos números centrados en cine, cómic, literatura, música, mocedades, ocio tonto y paparruchas. Así que quieto, lo que se dice quieto, no ha estado nunca nuestro amigo, que probó también a rodar un largometraje, que bautizó con un más que premonitorio título, Soy un pelele. Sucedió en 2008 y ocasionó un nuevo escándalo en su haber que culminó cuando denunció a sus productores en los medios con una carta abierta por los trapicheos realizados con su película. Unos arreglos con los que estos buscaban forrarse a base de subvenciones.

¿Y después de eso creen que Hernán tuvo suficiente?¿Piensan acaso que se estuvo quieto? Pues no, ha seguido publicando buenos comics y libros y en 2013 se instaló en Lima (Perú), donde continuó trabajando compaginando su actividad entre España, Francia, Lima y donde le llamaran. Eh…también secuestraron a su compañera durante tres días al llegar a Perú, tal y como relató exhaustivamente en la novela gráfica Plagio: el secuestro de Melina, pero oigan, aquí hemos venido a escucharle hablar a él, que para eso le hemos interrogado durante casi dos horas con la excusa de Nuevas Hazañas Bélicas, el lujoso libro que ha editado Norma Editorial del que ya les hablamos detenidamente aquí. Así que, sin más dilación, con ustedes… ¡Hernán Migoya: la entrevista!

De dónde surgió la idea de resucitar Hazañas Bélicas.

Siempre me gustaron los tebeos, también los tebeos españoles. De niño veraneaba en Villagarcía de Arosa y me pasaba horas leyendo los cómics de mi tío Juan Luis y las novelas policíacas de mi tía Mita. Él tenía muchos ejemplares de Hazañas bélicas, El pequeño luchador, Purk, el hombre de piedra… y yo de niño leía eso, en cuanto a historietas se refiere. En casa, algún retapado del TBO de los 70, en plena etapa dorada del equipo El Habichuelo, que tanto me influyeron con sus deliciosas absurdeces, y alguno yanqui a cuentagotas. Mi primer cómic no lo compré conscientemente hasta los 14 años, que ya comencé a coleccionar series Marvel contemporáneas.

Pero no sé por qué casi siempre he leído cosas pertenecientes a una generación anterior a la mía, por lo menos veinte años anterior, porque El Coyote lo leía a los doce años, en la edición de Fórum de 1983. Y de mi generación y entorno sólo he encontrado a otra persona que lo haya leído, el coordinador editorial Alejandro Viturtia. Y mi libro sobre el autor clásico de novela negra Charles Williams suele ser valorado por personas quince o veinte años mayores que yo, porque El arrecife del Escorpión y otros títulos señeros del género que sacó Bolsilibros Bruguera y El Club del Misterio los leían adultos: yo en cambio los leí desde los 10 a los 13 años, básicamente. O El increíble hombre menguante y Soy leyenda, la cumbre cincuentera de Richard Matheson, antes de los quince tuve la suerte de que cayeran en mis manos: para mí eran libros juveniles. Así que sí, creo que tengo una sensibilidad especial hacia la cultura popular añeja: siento más curiosidad por lo que existía que por lo nuevo que llega, porque además con el tiempo por medio es más fácil diferenciar el oro de la morralla, así como

«Foto con Will Eisner tomada en 1992 en la ComiCon de San Diego. Llevo una camiseta de El Mazas, personaje del autor Gambarte que guionicé para él una temporada para el Makoki y que significó mi primer guion profesional publicado»

contextualizar la obra. ¡Y el pasado cultural olvidado es una mina inagotable! La gente que sólo consume obras de su época termina creyendo que la moral predominante es cosa de siempre. Pero lo malo de mi formación cultural es que casi todos mis héroes y heroínas ya están muertos… Por cierto, llevo especialmente fatal la ausencia reciente de dos grandes de la cultura pop como George Michael y Tony Scott, no me acostumbro a vivir en un mundo sin nuevas obras suyas. Solía creer que los profesionales del cómic son olvidados antes, y me fuerzo a mencionar siempre que puedo a guionistas de referencia como Carlos Trillo y artistazos como Didier Comès, pero en realidad nos acabamos olvidando de todos por igual, independientemente de la mayor proyección que haya tenido su medio o carrera (Brian Clemens es otro héroe personal caído hace poco, el guionista televisivo de las series Los vengadores y Tensión), porque lo que conservamos muchas veces de ellos no es su obra, sino solamente una cáscara. La sociedad ni siquiera lee a los clásicos, sólo respeta su reputación: pero la mayoría no están vivos dentro de sus urnas. Por eso le tengo más pánico al olvido que a la muerte. Cuando era niño y quería ser escritor, creía que la obra quedaba: pero la obra también se esfuma. La vida es un continuo insoportable que borra los pasos de nuestros maestros con una celeridad de vértigo.

Siempre  los clásicos: Galería de personajes de una precuela del Corsario de Hierro que nunca salió adelante: ‘El Corsario de Hierro: los años dorados’, con dibujo de César Carpio.

Y finalmente en eso coincidía con el editor de Nuevas Hazañas Bélicas, Joan Navarro: cuando comencé a colaborar con Glénat vimos que ahí compartíamos una afinidad de gustos por el tebeo antiguo. Yo había coleccionado de adolescente la etapa de El Capitán Trueno que él coordinó, la dibujada por el grandioso Luis Bermejo. En folclórico contraste con sus convicciones independentistas, considero que Joan Navarro es la persona que más sabe de tebeo español y al que más le apasiona: siempre me gustaron las personas así, con rasgos chocantes en su personalidad, y adoro esas particularidades en él. Así que juntos empezamos a soñar a inicios de esta década con la idea de remozar viejos éxitos tebeísticos, como hacen los yanquis, e intentar ponerlos de nuevo de moda, o al menos darles nueva carta de vigencia para que las generaciones de hoy los conozcan, no dejarlos como anécdotas de un pasado que en nuestro país siempre cae en el limbo antes de tiempo.

En realidad mi primera idea como editor para Navarro fue proponerle un equipo artístico con el que resucitar El cachorro de Iranzo, que de niño era mi personaje favorito de los tebeos. De hecho siempre me ha sorprendido que Iranzo no esté superreeditado, es un autor muy interesante y está demasiado sepultado en nuestro presente cultural. Entonces organicé un pequeño equipo con Santiago Arcas al frente, pues es uno de los pocos guionistas, más o menos de mi generación, con cuyas inquietudes me identifico de pleno. Y me hubiera encantado que hubiéramos editado El Cachorro con su concepto y guion, pero el propietario de los derechos del personaje pedía una barbaridad de dinero, una suma absolutamente ridícula en comparación con la demanda que hay de tebeos de El Cachorro en la sociedad española (risas). Río por no llorar. No se pudo hacer y fue una lástima, pero vimos que Hazañas Bélicas era mucho más factible, así que se lo propuse a Navarro.

Una de las primeras ideas «goyescas» de Daniel Acuña para la portada de ‘Nuevas Hazañas Bélicas’

¿Y por qué la particularidad de situar la nueva etapa en la guerra civil española?

Comencé a releer los viejos Hazañas Bélicas y repasando e investigando los números de Boixcar pensé que lo que molaría sería situar la nueva versión en nuestra guerra civil. Ese fue el germen. El concepto real. Primero escribí dos álbumes situados en el contexto de la II Guerra Mundial pero con protagonistas españoles: una monja catalana que se alista en la División Azul para encontrar a sus violadores (Unidos en la División, con dibujo de Bernardo Muñoz) y un republicano asturiano que va a Hendaya a matar a Franco y Hitler (Dos águilas de un tiro, con dibujo de Beroy, Joan Fuster y Perro). Esos dos álbumes ya incluían de regalo los dos primeros cuadernos apaisados, que contaban el origen de los personajes, con dibujo de Diego Olmos y Joan Marín, respectivamente. Y entonces me puse a escribir más tebeos apaisados para su propia colección.

La idea de partida para Dos águilas de un tiro procede de la historia real de mi tío abuelo Vicente García, quien presenció el fusilamiento de su padre -mi bisabuelo- y su hermano por los franquistas y se pasó ocho años preso en un campo de concentración en el Bierzo; Unidos en la División, en cambio, nació de una anécdota extrañísima que me sucedió en Barcelona hace diez años: un día ejercí de guía nativo para un amigo estadounidense y, al cruzar de camino hacia las Ramblas frente a la Parròquia de Betlem de la calle del Carme, decidimos entrar y me agencié un folleto municipal para explicarle sobre la historia particular de esa iglesia, historia que yo desconocía. El folleto, impreso por el ayuntamiento, destacaba las riquezas artísticas, retablos y pinturas de la iglesia, para a continuación informar de que “lamentablemente, un incendio en los años 30 destruyó ese patrimonio por completo”. Yo le traduje la explicación a mi amigo yanqui al pie de la letra y, hasta varios minutos después de leído el folleto, cuando ya andábamos tan campantes por la estatua de Colón por lo menos, no caí en la cuenta de que ese “incendio en los años 30” no podía ser más que un pillaje en toda regla típico de los disturbios de la guerra: ¡en plena democracia, mi ayuntamiento había convertido un acto de violencia en un accidente! Ahí comprendí que el veneno de la mentira histórica y el embellecimiento del pasado puede ser un vicio inoculado en todos. Y de resultas empecé a coquetear con darle el protagonismo de mi segundo álbum “bélico” a una monja barcelonesa. Y así nació Àngels, uno de mis personajes favoritos de la colección.

Decidí situar las Nuevas Hazañas Bélicas en ambos bandos porque tal premisa me ofrecía una ocasión única de bucear y explorar sin miedo en todas las motivaciones bajo el manto de la guerra: y como autor que juega limpio, honestamente no puedes resignarte a que los individuos de un bando sean buenos sin matices y todos los otros caricaturas. En mi infancia me impresionó muchísimo El puente, la película de Bernhard Wicki: me dejó muy tocado esa historia real de unos chicos alemanes enrolados a la fuerza en su escuela para suplir las cuantiosas bajas de su ejército. Me parecía insólito poder asomarme a sus tragedias entra tanta película bélica y tópica de Hollywood. También me acordaba de cuando vi de niño El fuera de la ley [1], la película de Clint Eastwood en la que hacía de forajido confederado enfrentado a un grupo de yanquis que viola y mata a toda su familia: la novela, por cierto, publicada recientemente por Valdemar en su colección Frontera, que tan brillantemente coordina Alfredo Lara, es buenísima.

Entiendo que cualquier autor, cualquier artista, narrador o escritor tiene que ponerse en la piel de todo tipo de personaje sin cosificarlo ni deshumanizarlo de partida, da lo mismo que este personaje vista un uniforme sudista o yanqui, sea franquista o etarra: lo entiendo así y lo veo natural. Hasta Marlon Brando hizo en 1958 de militar nazi en El baile de los malditos y los sectores más retrógradas le reprocharon que su retrato era demasiado “simpático”: como si, para empezar, un monstruo no pudiera ser simpático en apariencia (lo más denunciable de su actuación en realidad era ese horrible teñido rubio que se hizo…).

Tampoco he sentido nunca que un personaje esté obligado a representar a todo un grupo: soy demasiado individualista para eso, igual que no me siento parte de ningún colectivo. Digo anecdóticamente que soy charnego porque me siento mestizo de muchas culturas y porque abogo por el mestizaje cultural y social: el mestizaje es mi única causa. Pero en cualquier caso, supone un reto para un autor que el lector entienda cualquier personaje suyo y comprenda sus motivaciones internas, si son dignas de comprender; o comprenda lo abominable de su interior, cuando es el caso, sin necesidad de darlo por sentado al recurrir a clichés: mi ficción apunta de entrada a que el germen de la monstruosidad está dentro de todos nosotros. Y que los monstruos conviven con nosotros como personas normales. Por eso la era de las redes sociales significa el momento dorado para todos los lobos con piel de cordero, donde fingir que eres buena persona y estás del lado correcto es lo único que importa.

Así que para mí fue un ejercicio lógico desde el punto de vista creativo fabular historias con protagonistas desde ambas perspectivas. Ya lo volvió a hacer el propio Eastwood en su díptico sobre la II Guerra Mundial, desde la óptica gringa y la japonesa; o uno de mis cineastas favoritos, Paul Verhoeven, contando una historia de amor entre una miembro judía de la Resistencia holandesa y un oficial alemán en la extraordinaria El libro negro. Además, en las Hazañas originales había una Serie Azul y una Serie Especial, que era de color rojo, así que en nuestro caso tenía todo el sentido. Recordé las novelas que me impresionaron de niño de Sven Hassel y Tom T. Chamales sobre lo que era la guerra y cómo ellos escribían desde el punto de vista de los pacifistas, de los excluidos, de los parias, y eso me sirvió también. O el Tuareg de Vázquez-Figueroa, que es una maravilla.

Escribiste dos guiones por mes para Nuevas Hazañas Bélicas durante todo un año.

Resultó una experiencia muy interesante, porque fue a partir de ahí cuando comencé a documentarme y leí el que para mí es un libro fundamental sobre la Guerra Civil, El laberinto español de Gerald Brenan, que nos retrata como si nos hubiera parido. Debería ser lectura recomendada en los institutos, puesto que prevé muchos de nuestros futuros tics de conducta. Ahí te das cuenta de que obtener la visión de una sociedad desde fuera siempre resulta un ejercicio muy sano: ese ensayo entiende muy bien lo que nos sucede y cómo los extremos en España no solo se tocan, sino que en ocasiones también se merecen el uno al otro. Brenan hace hincapié en hasta qué punto estamos marcados por el catolicismo, por la noción interiorizada del bien y el mal sin matices, por el pecado y la pureza, por la demagogia, por el afán de opinar con absolutos, destruir y proyectar negatividad sobre cualquier anhelo de construcción… y cómo demonizamos al que piensa distinto con reacciones algo primitivas. O sea, por qué somos casi todos un hatajo de radicales fanáticos cuando hablamos de política. Y eso, siempre con matices, lo hacen los dos bandos: el franquista de base, puesto que para empezar la suya ya es una ideología totalitaria; y parte del bando republicano también, dado que muchos no albergaban ningún interés en respetar la voluntad de una sociedad conjunta. La cuestión es que me pareció muy interesante meterme en la piel del otro y ver adónde me podía llevar…

En Nuevas hazañas bélicas se incluyen multitud de historias sobre las atrocidades cometidas por los nacionales, la futura España dictatorial, pero intenté abarcar un rango tonal un poco más amplio. Así, cuando escribes la Serie Roja, te das cuenta de que te posicionas mucho más contra el abuso moral y planteas historias que proponen una fuerte toma de conciencia, con las que humanamente te puedes identificar por completo… Pero la épica despiadada, los bajos impulsos sin justificaciones morales, te pedía a veces la Serie Azul. Ese lado irracional y salvaje que tenemos y que quemamos viendo películas anglosajonas, perfectamente aceptables hoy por nuestra sociedad porque las despacha el imperio de nuestros días, los EEUU, nación de “pioneros” que cuenta con una tradición cotidiana en el uso de la violencia y de la imposición por la fuerza mucho más interiorizada y aceptada oficialmente que la sociedad española. Por eso generan títulos de crueldad nihilista pero espíritu lúdico como Harry el Sucio, Rambo, The Punisher o John Wick. Es decir, con nuestro prisma moral, tú ves ese cine USA desde los tiempos de Murieron con las botas puestas[2] y es superfacha. Si nosotros hiciéramos algo similar, nos acusarían de glorificar la violencia de un modo inaceptable.

Paradójicamente, podemos decir que Conan el Bárbaro es una gran película, pero si fuera española nadie se atrevería a decir que le gusta, renegaríamos de ella en cuanto el héroe empezara a pronunciar ese parlamento de “¿Qué es lo mejor de la vida? Aplastar enemigos, verlos destrozados y escuchar el lamento de sus mujeres…”. ¡A ver quién se atreve a presentar un guion así a las subvenciones! Lo triste es que lo que celebramos con espíritu abierto e inteligencia para relativizar si viene de fuera, lo sancionamos indignados si nos llega de dentro. Las fantasías violentas solo son aprobadas si proceden de los canales aceptados por años de imperialismo interiorizado. Pero Frank Miller es mucho, muchísimo más radicalmente reaccionario opinando que aquí lo era un Arturo Fernández, por ejemplo: si no aguantas lo que decía el segundo, tendrías que denunciar lo que dice el primero. Y al lado de James Ellroy, Pérez Reverte es el Che Guevara. Así que me parece bien que los progres de postal del mundillo del cómic pierdan ahora el culo por tomarse una foto con Miller… pero serían los mismos que promoverían su veto como autor si hubiera nacido en nuestro país. De hecho, ya estaría vetadísimo.

Opinando uno puede nadar y guardar la ropa cuando habla de un autor estadounidense o inglés porque desde hace décadas nos sentimos inferiores a ellos -por eso siempre hay gente que se mata por descubrir lo último que está de moda en la industria anglosajona, aunque provenga de su cultura rural (la que si es española denominamos “caspa” sin derecho a réplica), porque siente que eso le eleva sobre los demás-, pero no admitiríamos lo mismo si el autor fuera de aquí. ¿Quién celebraría sin miedo ni reticencias a un Chesterton cañí, tan catoliquísimo y superconservador como era? Tendríamos que mofarnos de él para ser aceptados en la tribu cultural.

O por ejemplo Érase una vez en Hollywood, el notable filme de Tarantino. Si fuera español, recibiría aún más palos de los que ya está recibiendo en los USA: se sumarían además las acusaciones de visión complaciente y sin una sola crítica a Hollywood como industria de masas; la de otorgar un protagonismo heroico a dos patanes blancos conservadores, mientras la visión ofrecida del hipismo y cualquier pensamiento subversivo es totalmente negativa; la de recreación nostálgica de una era completamente heterohedonista -¿dónde está el Hollywood gay?- y de un sector privilegiado y despreocupado socialmente; es más, la única mención a la tragedia del Vietnam sale de la boca de una menor dispuesta a regalar sus favores sexuales y con el cerebro lavado por una secta asesina… Lo que más me intriga de todo sería comprobar cuántos de mis paisanos defensores del filme echarían a su director a los perros si el tipo hubiera nacido en Vallecas. Somos muy miserables para los nuestros.

Y esa es la situación anómala, esa especie de sectarismo por el que no puedes ponerte en la piel del otro porque está prohibido por tu propia cultura, si ese otro pertenece a nuestra sociedad. Pero si está bendecido por los USA no pasa nada y nos permite además dárnoslas de enteradillos. Así funcionamos.

Por ejemplo, en la progresía española no encontramos aceptable el patriotismo como motivación legítima de un protagonista (como lo es en James Bond, por ejemplo), a no ser que ese patriotismo provenga de la periferia. En España los únicos que hacen simbología épica del acto de guerrear son la derecha franquista y cierto independentismo (aún recuerdo al empresario y presentador catalán Miquel ‘Mikimoto’ Calçada proclamando con fe ciega en TV3 en los años 90 que él estaba dispuesto a “morir por mi patria”: yo que era superfán de su etapa televisiva, me quedé traumatizado con esa declaración tan a lo José María Pemán…). Me refiero a esa simbología épica que también poseen Estados Unidos y Gran Bretaña en su cultura, como potencias colonialistas que son. Por eso la épica per se la delegamos en Hollywood.

Y así se entiende por qué casi no hay género épico en España desde hace 30 o 40 años. Todo lo que rodee al Cid y a figuras épicas “unificadoras” a lo Alatriste se considera una caspa derechona. En la tele hemos tenido a Curro Jiménez y a Águila Roja, que más allá de la eventual ridiculización de los invasores franceses en el primer caso, hacían épica basada sobre todo en la lucha de clases, nuestra causa por antonomasia, y sin exaltación patriótica: o luchas y matas recalcando que es en favor de los pobres o aquí no te dan el sello de aprobación moral. Por eso oficialmente abundan las historias desde la óptica del victimismo -dado que a la cultura de invernadero promovida por el Estado también le interesa mostrarse de continuo del lado del “pueblo”, tomado el concepto de pueblo desde ese sentido compasivo y algo maniqueo que lo percibe como una masa pseudorrevolucionaria, aunque luego resulte que en nuestro caso el pueblo nos salió más inmovilista y conservador de lo que pensábamos-. Por su parte, las comunidades autónomas llevan una década produciendo material épico autóctono muy interesante, productos televisivos divertidos, al menos en el caso catalán, como Serrallonga o Bruc el desafío o ese fantástico espagueti western que fue la versión de Terra baixa dirigida por Isidro Ortiz. Y tenemos un superescritor independentista como Albert Sánchez Piñol. El nacionalismo catalán y vasco pueden generar todavía obras épicas muy chulas en terrenos que desde hace décadas ya le están vetados al nacionalismo español por desacreditación de su concepto. Sólo Pérez Reverte está ahí solo, escribiendo géneros sin complejo y con éxito arrollador, un fenómeno insólito en sí mismo. Bueno, y en cómics tenemos nuestros mejores héroes épicos: el Capitán Trueno, El Jabato y el Corsario de Hierro, cortesía del catalán Víctor Mora. El Corsario es el que me tocó a mí generacionalmente. La vida española sin los dibujos de Ambrós hubiera sido mucho más gris.

Eso sí, todavía no hemos llegado al extremo gringo de John Wick, donde el héroe de la película puede ser un asesino a sueldo y matar a dios es cristo porque ya ha demostrado amor por un perro. A nosotros nos queda todavía un largo camino…

¿Cómo fue el proceso de documentación de Nuevas Hazañas Bélicas?

De partida, traté de explorar más allá de lo superficial: busqué episodios curiosos de la Guerra Civil que no fueran los de siempre y, según su naturaleza, los conducía a una representación realista o a la más pura sátira, incluso al delirio. O, como dijo la única voz crítica que se ha posicionado en contra de las Nuevas Hazañas Bélicas, “no es pulp, ¡es un desmadre!”. Lo cual en sí es una frase gloriosa que me gustaría que añadieran como faja promocional en la portada del cómic. Me hubiera encantado poder regalar un ejemplar a Berlanga y a Armando Matías Guiu; pero bueno, a cambio tengo un prólogo de uno de mis maestros, Enrique Sánchez Abulí.

Por ejemplo, desde el inicio quería confeccionar específicamente un guion sobre el Alcázar de Toledo, así que probé a plasmarlo bajo un punto de vista centrado en la escaramuza bélica. Pero al final, cuando ahondé en el drama humano desencadenado dentro… Era imposible no subrayar el destino de las víctimas republicanas atrapadas allí. De esa base surgió Con el Moscardó tras la oreja, con espléndido dibujo de Kim.

 

La inspiración para otros guiones la busqué por internet, en libros… Mi padre colecciona muchos ensayos sobre el tema, pues le encanta leer sobre la Guerra Civil, sobre todo desde la perspectiva comunista. Así que si yo encontraba alguna anécdota interesante la investigaba y de ahí veía cómo podía llevarla a mi terreno. Luego descartaba las que veía 100% claras, las que pensaba que iban a salir muy planas, las que iban a parecer un cómic con buenos y malos de una pieza, subrayando lo obvio… Creo que los únicos villanos de una pieza que incluyo son el golpista Queipo de Llano y el falangista Yagüe, el “carnicero de Badajoz”. ¡A esos no los humaniza ni Dios! Pero por lo demás se trataba de darle la vuelta a cualquier amenaza de situación trillada, ya sea desde el punto de vista satírico o épico. Y luego adaptarlo al dibujante: ésa era la segunda fase del proceso.

Alguna vez el cuerpo me pedía algo de acción, otra algo más de humor negro o incluso coqueteamos con el romance. La cuestión era jugar, bailar, “orgiar” con los géneros.

¿Fue fácil contar con la colaboración de tantos grandes dibujantes?

Fue asombrosamente fácil. La mayoría aceptó jugar, creo que porque ya casi no hay cultura de evasión en el cómic de hoy que no sea derivativa del cómic comercial USA. Ahora lees una maravilla como ¡Universo! de Albert Monteys y de pronto te das cuenta de la cantidad de años que el cómic español lleva dándole la espalda al tebeo de puro entretenimiento. He sido muy afortunado de contar con tantos talentos de nuestra historieta. Lo siento, tengo que mencionarlos a todos: Daniel Acuña, Monteys, Seguí, Calpurnio, Cels Piñol, Danide, Diego Olmos, Edmond, Javi Fernández, Escandell, Joan Marín, Juaco Vizuete, Juanjo Sáez, Kano, Keko, Kim, Miguel Ángel Martín, Miquel Fuster, Natacha Bustos, Pedro Rodríguez, Pere Joan, Sequeiros, Enrique Ventura… Después de haber trabajado con semejante plantel de estrellas, mejor ya retirarse, ¿no?

Una vez escogido el autor, yo pensaba el tipo de historia para adaptarme a él, porque eso sí lo tengo muy claro: el guionista está al servicio del dibujante, así que tienes que adaptarte a su narrativa, a su estilo, a lo que ves que es su fuerte a nivel dibujo.

Empecé trabajando con los dibujantes que tenía a mi lado, con los que ya me había emparejado profesionalmente y sabía que me entendía bien: Vizuete, Marín, Piñol… Otros los propuso Navarro, como Kim, Calpurnio o Pere Joan. Pere Joan y yo estamos en las antípodas de intereses, de estéticas y gustos, y precisamente el que dibujó es uno de los episodios con el que más satisfecho estoy, Rossi de Palma. Fue con quien más me costó encontrar el tipo de historia que le pudiera encajar, porque su grafismo es muy personal, poético y surrealista. No quería cagarla presentándole un planteamiento que no estuviera a su enorme altura artística. Y así acabamos llegando a esta historia semiabsurda del Conde Rossi, que además se basa en un suceso real: un caudillete italiano, excreción del Fascio mussoliniano, que sometió Palma de Mallorca y organizaba desfiles en su propio honor al que sólo podía asistir la población femenina, bajo amenaza de fusilar a cualquier hombre que asomara.

«Aquí con parte del equipo de dibujantes de Nuevas Hazañas Bélicas: Joan Marín, Kim, Pedro Rodríguez y Sequeiros. La foto es de Flor Castellanos»

¿Qué ha supuesto para ti en lo personal esa exploración de las dos Españas?

Pues me he dado cuenta de que soy mucho más de izquierdas de lo que me había atrevido a confesar ante mí mismo. Casi diría que soy de izquierdas a mi pesar, porque al provenir de la clase baja y proletaria de extrarradio, le tengo mucha rabia al entorno de izquierdismo de salón que me encontré en una parte significativa del mundo cultural metropolitano. Me hacían sentir como el protagonista emigrante de América, América de Kazan, cuando contempla a las parejas pijas que bailan en la cubierta del barco donde él viaja hacinado y en la mayor miseria. Realmente no he tenido nunca contacto vivencial con el facherío ni la ultraderecha, ni siquiera familiarmente he vivido situaciones de intolerancia o imposiciones, pues mis padres son rojos de origen rural que siempre me dejaron elegir lo que deseaba hacer. Sólo conozco al pijo progre citadino, inevitable en mi entorno gremial. Y contra ese estereotipo reacciono visceralmente, pero luego confronto mis convicciones y resulta que en mi trayectoria personal he sido mucho más de izquierdas e íntegro que ellos y por eso me cabrean. Aunque sigo pensando que los artistas no deberíamos poder votar por ley, estamos demasiado locos.

En verdad soy demasiado ácrata para cualquier ideología. Estoy a favor de la diversidad cultural y sexual, de la libertad absoluta de creación sin barreras, apoyo la inmigración, la educación gratuita y la sanidad pública (viviendo en un país casi sin estado como el Perú, esos detalles se aprecian), pero encima soy apátrida: a mí me pones una bandera en la mano y me entra la risa, no lo puedo evitar. Todas las banderas son patéticas, porque todas son excluyentes. Ah, y ateo: no creo en Dios y, si Dios existiera, consideraría mi deber el combatirle. Todos los artistas, los interesantes al menos, somos ángeles caídos y debemos escupir al poder establecido.

A ver, tampoco es que ningún grupo político haya querido exhibirme a su lado, porque soy como ese soldado que vuelve a su patrulla con una granada sin espoleta en las manos… Todos los partidos me quieren lejos, por suerte para mí. Siempre he sido un punk de corazón y tanto la izquierda como la derecha lo han advertido intuitivamente. Por fortuna, porque me daría mucho pudor tener que confesar que soy de izquierdas y arriesgarme a que me confundan con uno de esos niñatos calvos de 50 años que votan a Podemos y luego lloran viendo una peli del Capitán América… ¡Qué horror! Eso sería como ir a una manifestación contra la explotación infantil vistiendo ropa de Nike de la cabeza a los pies. Como dirían en España, “un poquito de por favor”… O como dicen en el Perú, “¡tampoco, tampoco!”.

Como no tengo pareja ni descendencia ni la tendré, me siento un nihilista desapegado de un “futuro esperanzador”. No me importa el futuro y detesto cualquier fundamentalismo, proceda de donde proceda. Sospecho que yo en la Guerra Civil hubiera luchado junto a los anarquistas: pero sí me hubiera puesto uniforme, por pura coquetería. O sea, hubiera sido un anárquico entre los anarquistas y ellos mismos me hubieran fusilado por desacato a su autoridad. (¿A quién quiero engañar? Hubiera desertado, pero no por pacifista, sino de puro cobarde.)

Ya desde el arranque de Nuevas Hazañas Bélicas me di cuenta de que cogía las reglas del bando azul y las subvertía de alguna manera, como en el primer episodio, dibujado por un Diego Olmos en estado de gracia, Furia Roja, con el que en realidad, con una fanfarria, una caligrafía solemne y unas reglas narrativas del cómic franquista de los años cuarenta y cincuenta, hemos construido un romance interclasista de lesbianismo y una reivindicación de la tolerancia sexual. Ese punto de giro también me gusta mucho, “it’s so you”, como decía Freddie Mercury.

A mí me gusta mucho meterme en voces narrativas que sean hijas de puta y que no resulten necesariamente simpáticas para el lector, por eso genero tantos problemas. Así, en Furia Roja me meto en la voz de un narrador que es un Matías Prats Senior extirpado de los deportes, un portavoz franquista con el tono mayestático de los imperialismos, pero a la vez un subtexto con el que el lector va descubriendo que estamos ironizando, porque se ve claramente que lo que se cuenta es una historia de amor entre dos tías, y que ahí hay “marro”… Me gusta mucho ofrecer en ese contexto una apariencia de cómic antiguo, superrancio y carrinclón, y luego insuflar una vidilla subterránea que diga que aquí hay algo más: ¡la vida es otra cosa!

Hay muchos juegos ahí dentro. Y no es necesariamente el subtexto de una mentalidad moderna: la tradición cultural está repleta de ejemplos de la época donde se ve esa “vida real”. Sin ir más lejos, el beso que le propina Marlene Dietrich a una espectadora en Marruecos, ¡nada menos que en 1930! O las novelas gays que publicaba hace un siglo nuestro Álvaro Retana, a quien homenajeo en el último ‘Carvalho’. Hoy día me paso la vida leyendo novelas y viendo películas de siglos anteriores y descubriendo esas aguas cristalinas recorriéndolos. Cada noche miro películas que yo llamo “de fantasmas”: anteriores a 1940, donde todos sus participantes, intérpretes y responsables ya están muertos. Me generan mucha paz.

En un episodio parodias Tintin para contar la vida de Juan Antonio Samaranch.

Reconozco que no soy muy fan de Tintín -ya desde niño me mataba de aburrimiento-, así que me hizo mucha gracia disfrazar a Samaranch del héroe asexuado de Hergé. Me apetecía matar dos pájaros de un tiro. Destrozar dos personajes (risas) que no me caen bien, Tintín y Samaranch. Ambos cumplen sendas paradojas que no lo son tanto: uno, personaje tradicionalista y blanco en todos los sentidos, se erigió como héroe predilecto de la élite cultural progreurbanita europea; el otro, exfalangista y franquista no arrepentido, logró los Juegos Olímpicos para Barcelona y paradójicamente inició el proceso que la ha convertido en la megaciudad símbolo de la modernidad y el buenrrollismo, así como del turismo mundial. Hace seis años que no vivo allí y no extraño mucho eso de Barcelona… ¡pero sí sus fabulosas bibliotecas!

Lo de Tintín y Samaranch fructificó en una mezcla muy bonita gracias a su dibujante, Joan Escandell, quien además cuenta con 82 años: trabajar con un señor que dibujó tantas Joyas Literarias Juveniles para Bruguera fue un privilegio. Y se adaptó al grafismo con una gracia e ilusión propias de un dibujante veinteañero.

¿Qué te faltó por hacer en las Nuevas Hazañas?

Me gusta mezclar tonos y llevar mis voces narrativas hasta la esquizofrenia, lo cual crea un recipiente donde caben muchos artistas. Yo quería también escribirle una historia a Purita Campos, a la que admiro como artista y como temperamento, pero fue imposible porque estaba atadísima a Esther y su mundo. Me hubiera encantado que Acuña se hubiera lanzado, además de con las portadas, a dibujar también un cómic. O Irene Roga, la mangaka. Me faltó que hubiera un manga en Nuevas hazañas bélicas y admiro muchísimo el estilo de Irene, para mí ella es la Miguel Ángel de nuestro cómic. O los magníficos dibujantes españoles que dibujan superhéroes: Carlos Pacheco, David Aja, Mikel Janín, Jorge Jiménez. Daría un brazo por escribirle un guión a José Luis Munuera. Y el torso por escribirle otro a Alfonso Font. También fue mi primera toma de contacto con Tomeu Seguí y ahí vi lo bien que trabajaba, así que hice lo posible por volver a ser su pareja artística y de ese precedente surgió lo de Carvalho[3].

Y claro, sueño con que Nuevas hazañas bélicas tenga continuidad. No lo he hablado nunca con la gente de Norma Editorial, pero si esto funcionara me encantaría escribir otra tanda de historias de la guerra civil. Por ejemplo, ahora que he vuelto a trabajar con el dibujante Manolo Carot, con quien gané mi segundo premio en el Salón del Cómic de Barcelona y con el que este año acabo de publicar en Francia el álbum Venus Pop, no paro de pensar en que le podría escribir un superhistorión de Nuevas Hazañas Bélicas.

Hay un sector del establishment en el mundo del cómic al que no le interesan las visiones controvertidas, porque les pone a ellos también en un compromiso, y muchos quieren llevarse de maravilla con las instituciones públicas para vivir de ellas. Así que básicamente hacen como si no existiéramos los que vamos por libre. Aquí se aplica la ley del silencio a todo lo que el ministro de Cultura de turno no le pueda poner su sello de aprobación para regalarle una medallita al autor y hacerse la foto con él. Todo lo demás molesta. En el fondo el estatus cultural que tenemos es muy biempensante y asustadizo y en cuanto te sales un poco rebrota aquello de “ya está el Migoya haciendo una de las suyas”. Y te silencian completamente. Averigua en cuántas antologías/exposiciones del cómic español me han incluido en mis 30 años de carrera y, si me ves en alguna, avísame. Luego, eso sí, todo sonrisitas conmigo. Cuando los veo, pienso el viejo dicho que una vez leí a Stephen King en los 80: “Si me vas a mear en la pernera, no me digas que está lloviendo”.

¿Qué personajes históricos te impresionaron en el curso de la documentación?

Cuando comienzas a investigar la Guerra Civil te das cuenta de que hay pocos realmente admirables, a los que te puedas aferrar con la mentalidad antibélica que hoy tenemos. En mi caso fue Manuel Azaña el que para mí marcó un poco la diferencia con el resto. Azaña tenía una conciencia clara de lo que estaba pasando e intentaba, con unos valores demócratas, llevar la cosa adelante. Pero aquello era un torbellino de pasiones, de sangre y fuego. Es imposible reflotar un país cuyas comunidades sólo están unidas por el pegamento del odio entre sí. He de añadir que si mi carrera como cineasta continuara, me hubiera encantado llevar al cine la historia de los amores homosexuales de Azaña.

 

Desde niño siento simpatía por Federica Montseny, por su look de empollona gafotas como era yo también, por su antiestatismo, su frenética labor en el poco tiempo que fue ministra y porque escribía novelas rosas. Y también le tengo cierta simpatía chancera a Millán Astray. Es un personaje esperpéntico digno de Valle Inclán, lo cual demuestra que por no ser, la épica española no tiene derecho ni a ser estética. Me parece un espantajo como persona real, pero como personaje seduce su entrega a la guerra. Él lo único que quería era guerrear y ya a los 17 años se fue a Filipinas a pegar tiros. Y todo eso desde la distancia y desde el punto de vista romántico y literario resulta muy atractivo.

A mí cuando escribo me pone la épica, me ponen las películas de John Milius y de Sergio Leone, los cómics de Frank Miller y Howard Chaykin. Crecí escuchando corridos de la revolución mexicana y leyendo novelas sobre gente despiadada de comunistas como Dashiell Hammett y Jean-Patrick Manchette, de libertarios como Ayn Rand o Andrew Vachss, y de derechones como James Ellroy. Ojo, también me seduce la veta lírica de un Coppola o una Jane Campion, o el melodrama tipo La rosa de versalles de Riyoko Ikeda, que es una biblia para narrar un buen cómic. Siempre me arrastra ese tono de ficción más grande que la vida. Por desgracia, cuando se aplica la épica a la realidad es un desastre, porque resulta imposible cantar una gesta violenta o “epopeyizar” sin saber que estás aplastando la perspectiva de alguna víctima…

¿Fue difícil reflotar el proyecto para recopilarlo en libro?

Estoy muy asombrado con Norma Editorial, porque tras la hecatombe de la editorial original de la serie, EDT, había cierto resquemor lógico entre algunos de los autores que se habían quedado sin cobrar. Hubo que resolver eso y Norma se hizo cargo del asunto financieramente y la verdad es que además apostó mucho por la obra. También apoyó que Joan Navarro ejerciera de maestro de ceremonias de la presentación barcelonesa: me emocionó mucho verle allí presentando nuestra obra junto a varios de los dibujantes. Sólo tengo palabras de agradecimiento para mi editor Luis Martínez y el director de Norma, Óscar Valiente, prácticamente un compañero de trinchera con el que comparto muchas alegrías y cicatrices a través de tres décadas de profesión.

Yo les ofrecí el proyecto después de la buena experiencia con Carvalho, pero no me esperaba el entusiasmo despertado en la redacción. Creo que conseguimos disipar todo el recelo que hubiera podido quedar entre los veintitrés dibujantes, con quienes ahora estoy en deuda de por vida. Los veintitrés se portaron de primera. Todos nos pusimos de acuerdo enseguida y a partir de ahí comenzó la producción del tomo recopilatorio.

Cuando llegué de vacaciones desde el Perú me encontré con el tocho editado y me quedé alucinado, porque yo me esperaba el formato original apaisado, pero mucho más reducido, así que cuando vi esto… Verdaderamente, Norma ha hecho una edición formidable y se ha volcado a nivel promocional. El único reproche que le hago es que tengo que volver dentro de dos semanas a Lima y no me puedo llevar conmigo casi ejemplares, porque pesan un montón (risas).

¿Qué nos puedes contar de tu ya vieja etapa como redactor jefe en El Víbora?

Cuando entré en El Víbora me dijeron claramente que se estaba hundiendo y que había que conseguir que vendiera. Al tiempo que los artistas de la generación anterior iban pillando un perfil mucho más reposado, más comprometido socialmente de una manera más poética y reflexiva, también con más ambición premeditadamente artística desde el punto de vista esteticista, notabas que la revista iba cayendo en picado en el quiosco, y me dijeron que había que remontarla. Yo tenía 20 años cuando entré, así que lo primero que hice fue sondear lo que estaba dibujando gente nueva por ahí. El consejo de redacción lo formábamos el editor Josep Maria Berenguer, el jefe de producción Emilio Bernárdez y el director de arte Pablo López: todos fuimos a una en esa búsqueda. Y dentro del espíritu underground legítimo hicimos todo lo que pudimos y renovamos la generación de autores. En mi etapa se publicó desde el cinismo de Miguel Ángel Martín a la hiperviolencia de Iron (otra de las víctimas del puritanismo ideológico comiquero, que entonces también había inquisidores del gremio que se ofendían a la primera); y de las soflamas independentistas de Gat al humor superizquierdista de Álvarez Rabo y de Mauro Entrialgo. Publicamos de todo sin imponerles nada. Eran libres de expresar lo que les diera gana. Mi único baremo para defender una obra ante el consejo de redacción es que ofrecieran algún aspecto de interés, ya fuera en cuestiones de ingenio, artístico o expresivo. Y a ser posible, que no fuera cultura autocomplaciente. Que se oliera la libertad en ella.

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Una portada de El Víbora ilustrada por Paco Roca perteneciente a la etapa en la que Migoya estaba al frente

Casi toda la crítica y muchos lectores antiguos se persignaban ante lo que estábamos haciendo, una infamia según ellos. Y hasta exigieron mi dimisión por carta, cartas que yo publicaba sin problemas. Pero la revista remontó los escollos y empezó a venderse mejor. Yo estuve siete años como redactor jefe, el tercero en el cargo después de Onliyú y el ya fallecido Jesús Benavides, a quien siempre me gustar recordar, porque no se le suele tener muy en cuenta. Creo que gracias a nuestra labor y a la de los redactores jefes que nos siguieron, Félix Sabaté y Sergi Puertas, bajo la batuta de Bernárdez y Berenguer y merced al esfuerzo de un equipo en verdad entregado con entusiasmo (en mi caso, debo destacar al diseñador Pablo López o Pablópez, como firmaba, quien por desgracia tampoco está ya entre nosotros), El Víbora duró hasta 2005, trece años más de lo que hubiera durado de no practicársele esa operación a corazón abierto. También contamos con la lealtad y el respeto de varios autores de la primera época, que en todo momento se portaron de modo exquisito en la nueva etapa, como Max, Laura Pérez Vernetti o Nazario.

En aquella época también tuvisteis encontronazos con la censura.

Los problemas de censura o con la justicia no se sobredimensionaban entonces tanto como ahora: hombre, es que todavía no habían desaparecido los ecos de la dictadura, aquello sí había sido hardcore de verdad. Sí hubo un problema con nuestros envíos a Venezuela: al librero que distribuía El Víbora allí lo querían meter en la cárcel, creo que por considerarse el nuestro un material obsceno o algo así, y durante semanas nos tuvieron retenido todo el pedido en la aduana. En España, lo más curioso tenía que ver normalmente con la revista Kiss Cómix, la de historietas porno. Cuando algún autor estadounidense llegaba a España invitado por La Cúpula, solía quedarse pasmado con las revistas pornográficas abiertamente expuestas en los quioscos: ahí me di cuenta de la sana relación con el cuerpo desnudo que realmente disfrutamos en nuestro país.

¿Crees que el cómic se sigue valorando menos que el cine o la literatura?

Sí, y gracias a eso el cómic en España es un arte mucho más libre que la novela o el cine, porque todavía no hay tanta injerencia del gobierno ni de las instituciones ni goza de tanto prestigio. Pese a todos los intentos de una minoría interesada por elitizarlo, de momento aún sigue siendo un medio que todo el mundo puede leer, disfrutar y tirar, como una peli de Hollywood. Y por ese motivo el poder aún no le da tanta importancia. ¡No hace tanto que una ministra de Cultura, Carmen Alborch, decía que el cómic era un arte menor, ja ja ja, qué candidez la suya!

Mis obras más duras son cómics y nunca ha pasado nada: en cambio, cuando he intentado hacer lo mismo en literatura, el sistema se ha llevado las manos a la cabeza, escandalizado… porque en el fondo dentro de todo escritor hay un pequeño hijo de puta que quiere ser prestigioso y sentarse al lado de un político y que le den subvenciones y viajar gratis por todo el mundo con el Instituto Cervantes sufragándole sus charlas. En cambio, el cómic sigue siendo, pese a que hay gente por ahí que todavía quiere “dignificarlo”, un frente abierto y mucho más libre. Todavía es, afortunadamente, un arte de trinchera. Su objetivo principal no es pedagógico ni pretende quedar bien. Imagínate un Liberatore o un Corben domesticados por el dinero público… ¡qué horror! Desde las instituciones ya dicen que el cómic es arte, sí, pero por suerte aún no lo leen.

Para mí los cómics son para leerlos. Está muy bien que se pueda ver un original en la vitrina de un museo y que a su autor le paguen tanto como a un pintor moderno cotizado que no le importa a nadie excepto a cuatro cabrones ricachones, pero creo que la gente no debería olvidar que los cómics son para ser leídos. Yo no quiero que valoren tanto el cómic como arte hasta llegar a un punto en que a la gente le acabe importando una mierda el cómic, que es lo que está pasando con el rock, que al final la gente joven tira hacia otros estilos musicales porque son los que ahora están vivos. Hay museos de rock, pero por suerte todavía no los hay dedicados al pop latino que hoy gusta a la gente y que el clasismo español tanto desprecia (como hace con casi toda la cultura popular latinoamericana). Pero a ver, cuando se empezó a decir que el cómic era arte, ¿qué hicieron los jóvenes? Se tiraron de cabeza al manga. Y los autores consagrados reaccionaron diciendo que en la industria del manga todos dibujaban igual y que ese estilo era una puta basura. El manga fue el reggaetón de la historieta en los años 90.

Los japoneses no odian el dinero o lo popular ni explotar una saga como se odia desde nuestro sector cultural. Aquí, cuando vendíamos veinte o veinticinco mil ejemplares al mes de Kiss Comics en los años 90, cuando ya había una crisis comercial generalizada en el sector historietístico, bastantes críticos siempre te decían lo mismo, ¡que se vendía porque era porno! ¿Y El Jueves? Porque es humor. ¿Y Marvel y DC? Pues porque son superhéroes. Pero los cómics se vendían, ¿no? Así que me parece absurdo ese argumento. Un medio artístico, como la propia palabra lo define, es un “medio”, no un fin en sí mismo. Y eso sólo lo ratifica el consumo popular.

Así que está muy bien lo de los museos, pero yo voy a seguir comprando algo que vea en la calle. Es lo que me interesa. A mi este complejo del cómic con respecto a la literatura y la “alta cultura” me fastidia un poco. El equilibrio entre cultura popular y consideración artística no lo hemos resuelto todavía, eso está claro.

¿Te preocupa la crisis de los cómics de superhéroes?

Para mí la auténtica Marvel española de nuestros días es Sálvame. Yo veo Sálvame con mi madre y me digo: “Éste es el mejor universo que se ha montado nadie desde el tinglado de Stan Lee”. De hecho, Paolo Vasile es el Stan Lee de nuestra televisión, y creo que ambos comparten la misma ética comercial. Y encima lo de Sálvame reviste mayor mérito, ¡porque todos son supervillanos! No hay ni un puto héroe ahí metido. Se han montado una tele con villanos dándole a la lengua todo el rato. Todos pelean contra todos verbalmente, lo cual también requiere mucho talento creativo para lograr mantener el interés argumental. E influyen mucho más en la población, a nivel de masa, que todo lo que escribamos nosotros en toda nuestra vida. Eso me parece fascinante, un universo que funciona solo, se autoagrede y se retroalimenta, de programa en programa. Es la Marvel de la mayoría silenciosa. Tú ves hoy una reunión de fans de los cómics de superhéroes y son cuatro cincuentones nostálgicos de la cultura de masas primermundista de los 80; la masa que sigue Sálvame, en cambio, es mucho más numerosa, rica y diversa: desde las amas de casa a los gays más modernos. ¿Cómo asimilamos culturalmente ese fenómeno? Tengamos en cuenta que, en el fondo, no hace tanto que Stan Lee también estaba considerado un vendedor de hamburguesas: así que es probable que en veinte años más, Paolo Vasile y su etapa de Sálvame sean valorados como un momento álgido, añorado e irrepetible de la cultura televisiva.

¿Y cómo ves el futuro del cómic en España?

Con todo, la situación del cómic autóctono con respecto a cuando yo era editor está mucho mejor ahora. Actualmente se ha abierto un abanico de editoriales y opciones de edición mucho mayores y publican un montón de autores de todos los sexos. Y curiosamente en España somos mucho más abiertos a nivel de temáticas de cómic que, por ejemplo, Estados Unidos, donde se les desmoronan los superhéroes y se hunde el 80% de su industria. Si te pones a mirar con lupa, el cómic independiente nunca dejó de ser minoritario en Estados Unidos, lo compran cuatro gatos en proporción -excepto el superfenómeno de ventas que ha supuesto ahora la autora Emil Ferris, además desde la sana reivindicación de la monstruosidad como alegato por la diferencia-, así que dentro de eso sí me parece que aquí el cómic está en un buen momento porque se edita mucho y hay mucha riqueza temática y estilística: sólo tenemos que resolver esa “pequeña cuestión” pendiente de que el autor de cómic pueda vivir de su obra para que no tenga por obligación que hacer las Américas en Marvel/DC o tomar la ruta franco-belga. O sea, que no volvamos simplemente a ser una buena cantera de mano de obra para industrias culturales ajenas, sino que podamos establecer el soporte económico que al autor le permita crear su obra personal (si eso es lo que desea, claro: cada artista decide cuál es su obra personal, que por descontado puede consistir en dibujar Superman toda la vida).

Mi lucha como editor en lo personal siempre ha sido que dejemos de ser mercenarios de la industria foránea. Porque yo siempre tuve claro, cuando nos criticaban por Kiss Comics, que las ventas de esa revista daban de comer a sus autores y además nos permitía que se publicara el Brut Comix, línea consagrada a autores minoritarios[4], tanto extranjeros como nacionales. No entiendo esa dicotomía entre alta y baja cultura, ese miedo a perder prestigio, que es un rasgo muy común de sociedades culturalmente clasistas y anquilosadas.

Como guionista, siempre has apostado por contenidos propios.

Nunca he intentado guionizar para Marvel, aunque sé que probablemente estuviera condenado al fracaso por lo impermeable que es la cultura estadounidense a cualquier contenido extranjero y por la estricta censura que aplican: siempre he preferido jugar con una mitología nacida de mi propia cultura, ya sea con la serie Carvalho adaptando las novelas de Vázquez Montalbán, ya sea con las Nuevas Hazañas Bélicas, con el universo de periferia barcelonesa que desarrollé junto a Manolo Carot en Kung Fu Kiyo o incluso con la parodia/homenaje de Julio Iglesias y la canción melódica que pergeñé junto a Juaco Vizuete en Julito el cantante cojito. Siempre he usado las herramientas narrativas o conceptuales de otras culturas mayoritarias y las he aplicado a mis historias, casi siempre muy locales y entresacadas de mi entorno, aunque sepa que de entrada partiré con desventaja comercial, porque viste más mirar a la temática estadounidense y realizar pseudoexplotations (ojo, de vez en cuando de esa amalgama salen resultados formidables y con sabor propio, como la serie televisiva Vis a vis). Pero creo que ahí, en el caldo de cultivo en el que creces y vives, es donde nace la obra verdadera, al menos en mi caso.

Sigo pensando, pese a todo, que en lo creativo y a nivel de cómic en España estamos en un momento superdulce. La prueba está en que hay decenas de autores que todavía tienen los ovarios de currarse una novela gráfica entera a cambio de una remuneración ridícula. Ojalá pronto puedan hacerlo pero cobrando el dinero que merecen.

Hay muchas más editoriales y muchos más canales abiertos para trabajar para mercados extranjeros. En los ‘80 no había autores españoles trabajando para Marvel o el mercado franco-belga, y ahora muchos se pueden colocar allí laboralmente, hasta el punto de que la mayoría se van directamente fuera y esperan a que sus obras publicadas en Francia o los USA vean sus derechos adquiridos por cualquier editorial española para que salga aquí de rebote, como si fueran autores originalmente franceses o yanquis. Aquí empieza a cambiar poco a poco la mentalidad, nuestro complejo hacia lo mercantil está por suerte mudando a una actitud menos talibana por parte de las generaciones jóvenes, y ya hay un sector de editores y autores que quieren abiertamente construir industria propia con el cómic (insisto: una industria óptima es aquella en la que el artista puede vivir de su obra y eso todavía no lo hemos logrado). Pero todavía subsiste también una especie de marxismo católico con la noción sectaria de que la industria es mala, un enfoque que llevamos en nuestro adn. Cuando comencé a finales de los ochenta a escribir algún guion para la revista Makoki, siempre oía que Bruguera era una puta mierda. Una fábrica de chorizos. Y ahora se considera la edad dorada del tebeo español. Siempre había ese menosprecio hacia lo mercantil, eran casi todos unos exquisitos desde el punto de vista teórico y opinaban que el cómic no se tenía que rebajar: asociaban sin matices la pureza artística al desapego comercial. De ahí que en nuestra cultura el intervencionismo estatal -y el desvío de fondos públicos, inherente a nuestra catadura real- sea una de nuestras características casi idiosincrásicas. Y por eso nuestra cultura actual respecto a la USA parece un poco mortecina: porque en muchos casos nace muerta.

La generación de autores anterior a la mía vivió muy bien. La generación de un buen puñado de grandes artistas como Carlos Giménez o Josep Maria Beà ganó mucho dinero trabajando para editoriales del primer mundo (Fleetway, Warren, etc.) con el visionario de Toutain, figura con su cuota de controversia, al timón. Creo, de hecho, que son los que más dinero ganaron. Pero aquí había arraigada una actitud antiindustrial y a mí me llamaban vendido porque pensaba que la cultura tenía que ser autónoma en base a sus ventas y no subsistir supeditada a una dependencia del poder público. Porque si nos basamos solo en cultura subvencionada, esa que está hecha para que el poder presuma de ella… Yo no quiero que el poder presuma de lo que hago ni que me dicte los contenidos que debo enfatizar a su servicio. Yo no quiero que el gobierno me pague las Nuevas Hazañas Bélicas porque me van a censurar todo. Quiero que invierta millones en la difusión de la cultura, pero no en su producción. Y, en eso, siempre he tratado de ser coherente.

Parece que nunca te has tomado muy en serio a ti mismo, ni siquiera como cineasta.

A mí no, pero a mi trabajo sí: he sacrificado toda mi vida personal por mi obra. Y claro que está bien que nos sepamos reír de nosotros mismos. Si llega el momento en el que la cultura por la que hemos luchado la sacralizamos hasta el punto de que no podemos reírnos un poco y mantener una actitud desenfadada, estaremos cayendo en lo mismo que cuando nos cabreábamos porque Ángel Fernández Santos pontificaba en sus críticas de cine que El imperio del sol era una pálida imitación de David Lean y La madre muerta era cine falso. Ahora tengo que aguantar a ochenta mil Fernández Santos de mi generación diciéndome que no hay cine como el de los 80… Mientras, el pueblo de verdad está viendo Sálvame, más cuatro exquisitos diciendo “¡Ay, Houellebecq! ¡Cómo mola el último de Houellebecq!”. Y si Houellebecq fuera español lo estarían corriendo a boinazos en todos los suplementos literarios, gritándole “¡Deja de hacerte pajas, idiota! ¡¡¡Y a ver si te lavas!!!”…

Por suerte, en el presente, la gente joven está disfrutando peliculones gracias a la hornada desprejuiciada que ha llegado siguiendo la senda de superdirectores como Maria Ripoll, Bayona o Collet-Serra: Fernándo González Molina, Oriol Paulo, Paco Plaza, Guillem Morales, Miguel Ángel Vivas… todos ellos, si no tenemos ya el alma embalsamada, nos compensan por las obras maestras que Juanma Bajo Ulloa nos dejó a deber después del hito de La madre muerta. Yo aún soy su devoto, aviso.

¿Qué opinas de los tiempos revueltos que se viven en nuestro país?

A nivel político, ahora mismo hay en España un remolino de cabreos que yo estoy flipando, vamos, y que se traduce en un recorte de libertades. Y en el aspecto cultural, sobre todo, se está imponiendo una antinaturalidad al enfocar los temas y contenidos. Lo natural, el desenfado, la relativización, son actitudes hoy prohibidas: la denuncia de la equidistancia no es más que la exigencia de una militancia ciega. Y ése es el inicio del autoritarismo y del mal rollo que degenera en conflicto y enfrentamientos, en un estallido masivo de pus.

Me alegro de no vivir en España. Políticamente todo se está volviendo a repetir, es verdad, en el sentido de que las fuerzas, al final, juegan a ser las mismas y el discurso ha variado muy poco, además. Hay un término medio, que aquí no existe, que es el liberalismo anglosajón, muy difícil de implementar en nuestro país, porque se sigue considerando que o eres de derechas o eres de izquierdas. O eres facha o eres rojo. Y de ahí la gente no quiere salir porque le resulta mucho más fácil proyectarse contra alguien que cuestionarse y evolucionar. Y el carácter español es muy de proyectarse contra alguien. Tu identidad inamovible es fuerte mientras tengas a alguien que consideres un hijo de puta y con el que aparentemente no compartas ningún punto de afinidad, para poder mantener un enfrentamiento ilusorio con él, un enfrentamiento que te garantice vender que estás del lado de los buenos. De ahí decía que los extremos se tocan y se merecen, porque en el fondo yo los veo a todos muy parecidos: actúan como creyentes con un fin absoluto. Y aun en democracia están en un bando para liquidar al otro, no para convencerlo. Ni para convivir. Eso sí, luego todos a fichar y a competir en ego dentro del Facebook. Por lo demás, en cine y cómic se están haciendo cosas fantásticas, apasionantes, tal vez porque los tiempos revueltos siempre producen buena cultura.

Tú también tuviste tu “recorte de libertades”.

Con mi libro de cuentos Todas putas hubo gente que me dejó de hablar, que me dijo que no me podía reír de ciertas cosas. Y me censuraban moralmente al afirmar que era reprochable lo que yo escribía. ¿No es fantástico, en pleno siglo XXI, recibir la reprobación de adultos serios, hechos y derechos? Me asombró la actitud puritana en los medios de unos cuantos “opinadores” profesionales que se creen legitimados a prohibir una obra de ficción. De los conservadores ya te lo esperas, pero de los otros… Si no estuvieran forrados de dinero gracias a sus sermones, me caerían todos mucho mejor, ja ja. En fin, yo creo que la gente ya percibe de qué corcho están hechos… Que me hayan excomulgado de su círculo fue en realidad un honor.

Tu paso por el cine español tampoco fue un camino de rosas.

¡Soy un pelele!, la única película que he dirigido, reveló una situación aún peor que mi intento de censura literario: fue como chocar contra la barrera de la delincuencia establecida. Con Todas putas hubo su escándalo y se me cerraron muchas puertas, muchísimas, pero lo del cine casi me dio más rabia, porque ahí sí había una mafia. He recibido correos de algún director famosete diciéndome que me callara la boca sobre la corrupción. Y me llevan los demonios cuando encima se le celebra como moderno y demócrata y sólo con escarbar un poco sabemos que es un mafioso: lo sabe todo el mundillo. Eso jode mucho porque responde a la ley del silencio y a un desentendimiento de la sociedad. ¿Qué se puede decir de nuestro panorama cultural cuando un veterano crítico de cine escribe un artículo hace tres años, en un diario nacional, afirmando que si el director de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas ha de ir a la cárcel, procesado como fue por fraude y corrupción, debería entonces ir preso todo el mundo en el cine español, y que cómo va a permitirse eso? El crítico estaba justificando que tantos profesionales fueran delincuentes en nuestro cine… ¡y a los medios de comunicación les parece bien!

Mi película no existe oficialmente. Sólo existe como película catalana rodada en catalán, lo cual es mentira. Çomo al parecer había recibido una fuerte subvención de la Generalitat como filme rodado en lengua catalana, a mí me exigió el productor que, cuando se estrenara en el Festival de Sitges, dijera a la prensa que estaba rodada en catalán pero muy bien doblada, tanto que parecía que se hubiera rodado en castellano (risas). Ése es el nivel… ¿Qué puedes pensar de un país así? Y que el Estado lo permita y que te llamen todos los responsables de las instituciones cinematográficas españolas diciéndote “¿Cómo te atreves a revelar esto?”. Y tener que aguantar encima a algún periodista cultural diciendo “este tipo, el Migoya, lo único que busca es darse publicidad”. Periodistas que han estado alojados en festivales y comiendo a dos carrillos con todos los gastos pagados con dinero público… ¡Cómo tenéis la vergüenza de minimizar eso!

Hernán Migoya (centro) con Jordi Ordóñez y los hermanos Calatrava. «La productora organizó un falso pase de prensa para hacerme creer que la iban a publicitar, ¡y no avisó a ningún periodista! Sólo acudieron Jordi Costa, Fausto Fernández y Luis Martínez, porque les avisé yo personalmente». Foto: D. Sinova

Tú ya tenías experiencia en el cine español, pero en el sector festivales.

Trabajé cuatro años como miembro del comité de selección en el Festival de Cine Fantástico de Sitges y en la dirección de Brigadoon: cuando Ángel Sala entró como director, el festival era poco menos que una aldea gala de resistencia tenaz en pro de los géneros de terror y fantasía; y, aunque al principio criticaban a Ángel por el tono más expansivo que insufló al festival, Sitges se ha consolidado hace ya años como una referencia internacional indiscutible. Y todo es gracias a Ángel Sala y su equipo: él se negó a venderse a las instituciones y transformar el festival en un escaparate de buenrrollismo esclerótico. Mantuvo el marchamo de festival de fantasía y horror, un caso único y admirable cuando lo fácil hubiera sido venderse y chupar del bote público, y dedicarse a programar películas buenistas.

También me encanta cómo se ha continuado la sección de Brigadoon: Diego López la ha dimensionado mucho más. Yo lo hice lo más dignamente que pude, pero creo que Diego López le ha dado una categoría mítica a Brigadoon.

¿Qué opinas del nacimiento de tantas pequeñas editoriales de género?

Lo de la eclosión de pequeñas editoriales es un fenómeno inevitable, como cuando todo el mundo comenzó a rodar con video, es lo mismo en el fondo. Y por entonces también la gente se quejaba diciendo que “ahora todo el mundo se cree que es director”, pero eso son rasgos puristas y yo no soy purista ni prejuicioso. Si algo no me interesa no lo compro o no lo leo, pero prefiero que esté a que no esté. Hace poco circulaba en las redes un artículo muy celebrado en el que se denunciaba que hoy todo el mundo se creía que era escritor y que no, que para serlo hacía falta algo “especial”… ¡No hace falta nada! Para ser escritor hace falta escribir y ya está. En todos los humanos está esa semilla.

Y cuando empiezas a mirar a todos los escritores, al menos a los que yo admiro -que no son precisamente de los que reciben medallitas en vida-, casi todos llevaron una existencia de puta pena, y en muchos casos los consideraban una mierda en sus tiempos. Robert E. Howard murió a los 30 años y lo que escribía era tachado de subliteratura. Igual que Daphne du Maurier en los años 40-50 o Stephen King en los 80, o como le sigue pasando a Alberto Vázquez-Figueroa, que para más inri nació aquí. Pienso en todos los autores sin domesticar que yo leía de niño: José Mallorquí, Patricia Highsmith, Jim Thomson, Maurice Leblanc, James Hadley Chase, Agatha Christie, Gaston Leroux, Mickey Spillane, Giorgio Scerbanenco… ¿Te los imaginas escribiendo una columna de opinión y vendiéndose como ciudadanos ejemplares? Son escritores indómitos, como debe ser. Cuando llegué al mundo literario, me quedé perplejo ante la cantidad de autores que conciben sus columnas de prensa como hojas parroquiales, como un púlpito desde el que proyectar una imagen intachable, soltando discursos moralistas y cívicos para obtener una cuota de influencia y poder que revierta en ventas de sus libros. No soporto a los escritores que opinan como curas.

Además, me gusta la literatura basada en la imaginación, y por desgracia procedemos de una tradición cultural acomplejada que desprecia la imaginación y obliga a intelectualizar la ficción para poder considerarla digna. Yo no encajo en esa manera de pensar. A mí dame autores sin domesticar, que los demás se repartan su anhelado prestigio.

Para terminar, haz una valoración de tu trayectoria hasta ahora.

Yo entré en la industria con El Víbora con 20 añitos y a mí me fue muy bien. No es que ganara mucho dinero pero sí seguridad. Si hubiera querido podría haber seguido con contrato fijo en La Cúpula toda la vida, pero presenté mi dimisión tras siete años, en 1998, porque tenía una depresión brutal por no poder dedicarme sólo a escribir ficción, que era lo que quería. En el impás puse el dinero ahorrado para editar a fondo perdido el fanzine cultural Ojalatemueras que codirigía Rubén Lardín, me llamaron del Festival Erótico y también me metí en el de Sitges. Y bueno, me iban pagando bien y eso podía compaginarlo mejor con el tema de la escritura. Mi única condición desde 1998 para entrar a trabajar con empresas ha sido que no me hagan contrato: así luchaba contra la tentación de quedarme apalancado en ellas. En eso, mi espíritu es muy libertario y respeto la precariedad de la vida, no trato de saber ni controlar dónde voy a estar dentro de diez años.

Por medio me pilló el trolebús de Todas putas y no supe gestionar bien esa súbita fama que podría haber adquirido. No supe demostrar una actitud más cínica o más confiada, me acojoné vivo y me cerré totalmente a la proyección pública. Ya cuando me atreví a volver, lo siguiente que escribí, Observamos cómo cae Octavio, fue tan distinto que no tuvo pegada y ha sido con el tiempo cuando de repente la gente me comienza a considerar como autor, con una obra desplegada en muchos frentes.

A decir verdad, no estoy obsesionado con el fantasma de Todas putas, su espectro no me persigue: yo escribo muy libre y tranquilo a ese respecto. Si me entra una crisis, leo las duras represalias que padecieron autores que sí son admirables, como Milan Kundera o D.H. Lawrence, y se me pasa la tontería… Gracias a mi amor por fabular he sacado más de veinte obras desde entonces. Para mucha gente ahora seré el de Nuevas Hazañas Bélicas, para otros el de los cómics de Carvalho, o el de la novela que sacaré el año que viene con Reservoir Books. Y veo que las nuevas generaciones me tratan mucho mejor, algo que agradezco infinito.

Hace unas semanas ha salido a la venta ‘La soledad del mánager’, segunda adaptación a cómic que Seguí y yo hemos realizado de los casos del detective Pepe Carvalho. La novela original es mi favorita de la primera etapa que escribió Manuel Vázquez Montalbán. El género negro fue mi primer amor y en esta saga de cómic trato de reflejar no sólo mi pasión por el insuperable Montalbán policíaco, sino también por sus enormes coetáneos Andreu Martín, Juan Madrid, Pérez Merinero… Intento tomarme el guion y mi storyboard de ‘Carvalho’ como si filmara un polar barcelonés. Pienso en la tranquilidad aparente y la tensión interna de un Melville, un Verneuil, un Becker, esa naturalidad rellena de pulso. Imagino cómo lo harían ellos y me pongo manos a la obra. Encima, es un lujazo poder trabajar junto a un talento artístico para el dibujo, la plasmación de ambientes y la narración visual con la categoría de Bartolomé Seguí. Nuestro ‘Carvalho’ es puro noir cañí.

Yo con poder escribir en la soledad absoluta de mi casa en Lima y que suene en el ordenata un instrumental de Francis Lai o de Bruno Nicolai o de cualquier compositor cuyo apellido acabe en “lai”, ya estoy contento. Con menos se construye un edén.

Gracias.

[1] The Outlaw Josey Wales (Clint Eastwood, 1976)

[2] They Died with their Boots On (Raoul Walsh, 1941)

[3] Con Hernán Migoya en el guión y Bartolomé Seguí en el dibujo, Norma ha comenzado a editar una colección de álbumes de cómic basados en el popular detective de Vázquez Montalbán. Por el momento se ha publicado Tatuaje, con gran éxito de crítica y público.

[4] M. A. Martín, Peter Bagge, Chester Brown, Daniel Clowes, Thomas Ott, entre otros.

VAMOS DE ESTRENO (o no): Viernes 22 de noviembre de 2019

22 noviembre 2019 Deja un comentario

INTEMPERIE (Benito Zambrano, 2019)

España. Duración: 103 min. Guion: Pablo Remón, Daniel Remón, Benito Zambrano (Novela: Jesús Carrasco) Música: Mikel Salas Fotografía: Pau Esteve Birba Productora: Morena Films / Movistar+ / TVE / Áralan Films / Ukbar Filmes Género: Western

Reparto: Luis Tosar, Luis Callejo, Jaime López, Vicente Romero, Manolo Caro, Kandido Uranga, Mona Martínez, Miguel Flor De Lima, Yoima Valdés, María Alfonsa Rosso, Adriano Carvalho, Juanan Lumbreras, Carlos Cabra

Sinopsis: Un niño (Jaime López) que ha escapado de su pueblo escucha los gritos de los hombres que le buscan. Lo que queda ante él es una llanura infinita y árida que deberá atravesar si quiere alejarse definitivamente del infierno del que huye. Ante el acecho de sus perseguidores al servicio del capataz del pueblo (Luis Callejo), sus pasos se cruzarán con los de ‘el moro’, un pastor (Luis Tosar), que le ofrece protección y, a partir de ese momento, ya nada será igual para ninguno de los dos.

Benito Zambrano realiza una espléndida película de género, un western, para ser precisos, ubicándolo en un cortijo andaluz en plena postguerra española. Con un campo andaluz gobernado por déspotas terratenientes, para los que trabajan, en régimen de esclavitud, jornaleros analfabetos, de uno de estos cortijos, y de la casa de su cruel capataz huirá un niño con destino a la ciudad. Dejando todo atrás y en frenética marcha, se adentrará en un árido desierto, se encontrará con un pastor, el moro, (imponente Tosar) que le ayudará y llenará sus días de valores que nunca más olvidará.

Zambrano utiliza todos los recursos del western y lo hace de manera muy inteligente, acudiendo a personajes y entornos  bien reconocibles de ese universo, como el paisaje del desierto, sus protagonistas con pasado, y la épica del (anti)héroe en contraste con la maldad del villano, con una escena final que bien podría haber sido la de un (buen) western crepuscular. Este ropaje no es el habitual en nuestra narrativa guerracivilista, con lo que el sevillano riza el rizo, en su filme más claramente de género es donde más autoral se muestra, una paradoja, pero, como es sabido, estas solo son contradicciones en apariencia. Intemperie es, probablemente, su película más redonda, una cinta adusta y conmovedora a partes iguales, que se evidencia como obra de madurez.

Una cinta soberbia que lo es también por el trabajo de sus magníficos actores, tanto los protagonistas, Luis Tosar, el joven Jaime López y el villano Luis Callejo, como los secundarios, algunos de ellos interpretes habituales en las películas del lebrijano como Vicente Romero  y Manolo Caro, dos grandes característicos. Una muy agradable sorpresa.

¿DÓNDE ESTÁ MI CUERPO? (J’ai perdu mon corps, Jérémy Clapin, 2019)

Francia. Duración: 81 min Guion: Jérémy Clapin, Guillaume Laurant Música: Dan Levy Productora: Xilam Género: Fantástico

Sinopsis: Una mano cortada se escapa de un laboratorio con un objetivo crucial: volver a encontrar su cuerpo. A medida que avanza por los escollos de París, recuerda su vida con el joven al que una vez estuvo apegado… hasta que conocieron a Gabrielle.

J’ai perdu mon corps, debut en el largo de Jérémy Clapin, es una poética reflexión sobre el dolor por la pérdida, de unos seres queridos, del propio bienestar de la infancia, del futuro que parecía tenderse, a la que se une una mirada sobre el problema de la inmigración contada en primera persona, certera y sin acritud, y todo ello en lo que no deja de ser una preciosa historia de amor y superación. Lo que hace especial a esta opera prima, sin embargo, más allá del alcance de su subtexto, es el modo de abordarlo, desde la clave argumental, una mano se escapa en busca del cuerpo al que estaba unida, hasta las decisiones visuales con las que irá trazando este viaje en pos de la propia memoria, de la reconstrucción del yo. El miembro errático vivirá numerosas aventuras por los azares de París (especial mención merece el episodio de las ratas) y en cada una de ellas habrá la excusa para desbrozar un recuerdo, sin que los flashbacks sean sucesivos (distingue en blanco y negro los más remotos), relevante en la vida en común con el cuerpo que busca. Es digno de destacar cómo (de bien) consigue Clapin mantener la intriga a través de estas dos acciones paralelas al no revelar anticipadamente ningún detalle sobre el momento en que la mano se vio separada de su dueño, no hasta que llega el instante preciso. Una cinta preciosa y preciosista con un guion impecable, firmado por el propio director y el autor de la novela que adapta, Guillaume Laurant (que será recordado sobre todo por el guion de Amelie), y un score delicioso compuesto por Dan Levy que hizo las delicias del público (y, sobre todo, del jurado). Una delicia producida por Netflix (y van…) que hubiera encantado a los surrealistas que adoraron a aquella Bestia de cinco dedos (The Beast with five fingers) que dirigiera Robert Florey en 1946.

Lo dicho: un auténtico debut de lujo que se ha visto reconocido con el Gran Premio de la Semana de la crítica en el Festival de Cannes, además de los Premios Cristal a mejor película y el Premio del público en el Festival de Annecy.

 

Categorías: VAMOS DE ESTRENO
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