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Expediente Warren: El caso Enfield, no puedo evitar enamorarme de ti

¿Nunca les ha ocurrido que una película se les quede puesta como un chal sobre los hombros y vuelva a proyectarse en su interior, una y otra vez, sobre el telón de los párpados cerrados? A mí me ha pasado en varias ocasiones, cito al azar, con Tiempo de amar, tiempo de morir (1958, Douglas Sirk), con El Gatopardo (1963, Luchino Visconti), con Avanti (1972, Billy Wilder), con La vida privada de Sherlock Holmes (1970, Billy Wilder), y podría seguir. Lo curioso del caso es que esa proyección íntima se pone en marcha siempre en la misma escena, como si fuera una canción seleccionada en repeat, y esas escenas pasan a configurar mi/nuestra personal antología de grandes momentos del cine. Eso justamente ha vuelto a ocurrirme con The Conjuring 2 (su título español encabeza este artículo) la última cinta del maestro James Wan que afortunadamente no ha cumplido su intención de no volver a dirigir una película de miedo.

Desde que la vi por primera vez en el marco del Festival Nocturna, una melodía sobreviene a mí inesperadamente y vuelvo a ver a Ed Warren (Patrick Wilson), guitarra en mano, cantando «Can’t Help Falling in Love» de Elvis Presley. Esa es la escena. Esa es mi escena. Y no puedo evitar insertarla:

No es ya sólo la exhibición de saber hacer en la puesta en escena, de ella se hace gala en toda la cinta, es que esta secuencia se me antoja el corazón del filme en toda su polisemia. The Conjuring 2 va mucho más lejos de la pericia en la construcción del sobresalto, mucho más allá de escribir un argentado capítulo dentro del subgénero de casas encantadas, The Conjuring 2 es una película de amor, un canto al hogar y al cobijo de la familia, y un alegato sobre la importancia de la comprensión y la confianza como pedestal sobre el que asentar nuestras propias diferencias, esas que nos hacen especiales pero que también pueden llegar a aislarnos. Valores, todos ellos, que ya adornaban la primera entrega, no en vano Wan encargó a Mark Isham el tema principal del score (dejando el resto a su músico de cabecera, Joseph Bishara), el que más grabado se nos queda, y que se titula, precisamente, The Family; pero que en este segundo episodio, esos valores, tienen un desarrollo más amplio, más elaborado y ocupan un lugar mucho más central. Lo que la película de 2013 inauguraba, la de 2016 lo confirma y consolida.

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James Wan repite fórmula, su díptico tiene modos de serial (y por nosotros puede seguirle añadiendo los episodios que guste siempre que los dirija él). Un prólogo marcado que constituye en sí un pequeño filme dentro del filme (y que, en ambas ocasiones, introduce personajes a los que dedicarles después un spin-off), da paso al cuerpo del relato en el que circulan dos tramas condenadas a encontrarse: la peripecia personal de la pareja Warren (el ya mencionado Patrick Wilson y Vera Farmiga) y el caso del que acabarán ocupándose, en esta ocasión el poltergeist de Enfield, conocido también como el Amityville británico. El desarrollo es un crescendo de ritmo perfecto que va desde las primeras manifestaciones de lo sobrenatural hasta la aparición del elemento demoníaco que constituye el clímax de la narración, un clímax en el que todas las líneas del texto quedan cerradas y concluidas. Para acabar con un epílogo esperado: Ed Warren depositando en su pequeño museo de los horrores un objeto que ha cumplido un papel protagonista dentro del caso, una auténtica reliquia que cumple la función de colofón. Una estructura casi robada a la televisión que permite aglutinar lo mejor de los dos medios en una era en la que las series, para cierto sector del público al menos, le están ganando terreno al séptimo arte. Wan demuestra así que aún le queda larga vida al cine, sólo tiene que saber recoger la afrenta de la modernidad y adaptarla a su terreno.

Conjuring

Y es que si algo domina Wan es la gramática cinematográfica. The Conjuring y The Conjuring 2 son pruebas de que en cine importa casi más el cómo se cuenta que lo contado en sí. Ambas son perfectamente disfrutables aunque no se sea amante del género, no por ser productos maisntream (que lo son) sino porque son dos ejercicios de virtuosismo con la cámara. Wan sabe siempre dónde plantarla, qué movimiento es el más acorde al sentimiento que busca provocarnos, donde cortar el plano en aras del interés argumental y de paso conducirnos por los temas que nos va a destacar con un simple encuadre. Esto es algo que ya comentábamos en 2013, The Conjuring 2 viene a confirmar que aquello no era un acierto puntual sino todo un signo de autoría. Siendo una película de miedo, hay que hacer hincapié en como Wan consigue dotar a la cinta de la dosis exacta de sobresaltos para mantener al espectador pegado a la butaca (o botando en ella si se quiere) sin convertirla en un mero tren de la bruja, su dominio de los recursos le permite amagar el susto cuando le conviene o desplazarlo los segundos justos para que nos hayamos confiado y nos pille desprevenidos a pesar de haberlo estado anticipando.

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¿A quién quieres más a mamá o a papá? Difícil elección. La misma dificultad tiene decidir cual de las dos entregas es mejor. Ambas son grandes obras, la diferencia quizás es que en la segunda Wan ya se siente confiado en su producto, el éxito de la primera no le ha supuesto presión (o no lo parece). Al contrario, parece dejarse llevar más por su instinto y así retoma ese humor que se respiraba en su primer Insidious (incluso en el clímax se permite introducir un ligero gag sin despeinarse y sin que ello rompa el ritmo y la tensión dramática). Ese toque de ligereza, paradójicamente, da más profundidad a los personajes y contraste a las situaciones. Queremos a papá y a mamá, no renunciamos a ninguna, sin que ello obste para señalar que la segunda es un producto ya maduro que luce con mayor esplendor.

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