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VAMOS DE ESTRENO (o no) * Viernes 6 de noviembre *

UNA PASTELERÍA EN TOKIO (AN, Naomi Kawase, 2015)

Japón / Francia / Alemania. Duración: 113 min. Guión: Naomi Kawase (Novela: Durian Sukegawa) Música: David Hadjadj Fotografía: Shigeki Akiyama Productora: Coproducción Comme des Cinemas / Nagoya Broadcasting Network / Twenty Twenty Vision, ZDF/Arte / MAM / An Film Partner Género: Drama

Reparto: Kirin Kiki, Miyoko Asada, Etsuko Ichihara, Miki Mizuno, Masatoshi Nagase.

Sinopsis: Sentaro (Masatoshi Nagase) tiene una pequeña pastelería en Tokio en la que sirve dorayakis (pastelitos rellenos de salsa de frijoles rojos dulces llamada «anko»). Cuando una simpática anciana, Tokue (Kirin Kiki), se ofrece a ayudarle, él accede de mala gana, sobre todo porque se lo recomienda la joven Wakana (Kiara Uchida),  pero Tokue demostrará tener un don especial para hacer «an». Gracias a su receta secreta, el pequeño negocio comienza a prosperar. Con el paso del tiempo, Sentaro y Tokue abrirán sus corazones el uno al otro para revelar viejas heridas.

444506Tras haberse estrenado recientemente en nuestras pantallas su anterior cinta, Aguas tranquilas, la japonesa Naomi Kawase vuelve a ellas con esta historia que, en contraste con su anterior filme, se ubica en una gran urbe, cosa que no implica que la japonesa haya cambiado su discurso sobre la vida, la naturaleza y su sentido. En la narrativa de Kawase impera la idea de que la naturaleza es un organismo vivo en el que todos los elementos están conectados entre sí formando un gran todo con el que los humanos podemos entrar en comunión.

Está filosofía (que como bien señala Jordi Costa no es vana ideología new age, sino que rezuma el espíritu del zen) es introducida en Una pastelería en Tokio por la anciana Tokue, ella se mueve en el mundo contemplando todo lo que la rodea, escuchando sus historias, las de los hombres pero también las de las cosas, convencida de que, más allá de si hay un sentido trascendente en la vida, vivimos para influirnos unos a otros, para modificarnos y hacernos mejores.  Tokue es el personaje catalizador, su forma de ser inspirará a Sentaro y Wakana dándoles la capacidad de superar sus miedos y de luchar por ver cumplidos sus sueños. Auténtico motor de la historia, la cámara nos habla desde su punto de vista con esos preciosistas planos de las copas de los cerezos en flor, de las gotas de lluvia formando cauces en la calzada (bella imagen que servirá además para marcar el paso del tiempo y las elipsis), de los pájaros cantando… Todos ellos captados por la mirada de la anciana, que no deja de ser la mirada de la propia Kawase, que no se limita a poner su pensamiento en la acción de los personajes, se expresa sobre todo y fundamentalmente con la imagen, con el poder de sus encuadres.

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«El encuadre es la porción de realidad elegida con determinada perspectiva, mediante la cual el director expresa en el cuadro su voluntad subjetiva» señalaba Béla Balázs, padre del formalismo ruso, y el cine de Kawase serviría como ejemplo paradigmático de esta definición. El preciosismo de los planos de la nipona no es un mero recurso esteticista ni busca el ornamento banal, cada encuadre es una toma de decisión cargada de sentido narrativo y conceptual. La directora no cae tampoco en la aridez de lo abstracto. Todo lo contrario, su planificación (con mucha querencia por los planos cortos) rebosa fisicidad. Ahí están esos primeros planos recurrentes de la masa de los Dorayakis dorándose en la plancha, nos parece percibir su textura e incluso su aroma y su sabor. Un auténtico festín sensorial es la secuencia de la preparación del anko, una labor tan cotidiana se convierte en sus manos en una mágica aventura, cargada de sentido y de sensibilidad.

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Hay que destacar, igualmente, el trabajo de los tres actores protagonistas, que representan también a tres generaciones diferentes que encuentran un punto de coincidencia en su existencia, pues es simplemente impecable. Desde la venerable Kirin Kiki, a Masatoshi Nagase, al que igual pueden recordar por, entre muchas, Suicide Club (Jisatsu sâkuru, 2001) de Sion Sono. Nos ofrecen unas interpretaciones ricas en matices que maridan perfectamente con la minuciosidad de la puesta en escena. Juntos (directora y actores) nos hacen sentir ante una obra perfectamente redonda.

Una pastelería en Tokio es una de esas películas que nos reconcilian con la vida y con el cine. El cine actual (como la vida de hoy) que peca tantas veces de excesiva velocidad, de una aceleración que en vez de inyectarnos emoción cae, paradójicamente, en lo monocorde, casi en la más pura y tediosa monotonía. El tempo pausado de las historias de Kawase las convierte (también paradójicamente, si se quiere) en auténticos volcanes de emoción.

LA PROMESA (Une Promesse, Patrice Leconte, 2013)

Francia / Bélgica Duración: 95 min. Guión: Patrice Leconte, Jérôme Tonnerre (Novela: Stefan Zweig) Música: Gabriel Yared Fotografía: Eduardo Serra Productora: Fidélité Films / Scope Pictures Género: Drama romántico.

Reparto: Rebecca Hall, Alan Rickman, Richard Madden, Maggie Steed, Christelle Cornill, Shannon Tarbet, Toby Murray, Jean-Louis Sbille, Jonathan Sawdon.

Sinopsis: Alemania, año 1912, poco antes de la Primera Guerra Mundial. Un joven licenciado de origen humilde se convierte en secretario y persona de confianza de un rico empresario del acero. A medida que su relación laboral se estrecha, el joven deberá acudir frecuentemente al domicilio del empresario, allí conocerá a su bella y reservada mujer mucho más joven que el marido. Entre ellos surgirá una relación pasional tan secreta como platónica, ya que el joven no se atreve a revelar sus sentimientos, temeroso de comprometer su trabajo de una parte, y de no ser aceptado y correspondido, de la otra. Cuando él es enviado a México por intereses de la empresa, ambos jóvenes se confiesan la verdad y se prometen que se unirán cuando él regrese. Una ausencia que había de ser de dos años se ve alargada por la Gran Guerra y sus consecuencias poniendo a prueba su amor.

La_promesa-525177292-largeConocí a Patrice Leconte con Monsieur Hire (después he sabido que esa película marcaba un antes y un después en su cinematografía) y aunque el olvido ha borrado mucho, recuerdo todavía mi íntima conexión con el extraño y aparentemente frío personaje que le da título. Recuerdo más de El marido de la peluquera (1990) quizás porque su banda sonora se convirtió en uno de mis estándares musicales de aquella época (como anécdota compré en Discos Castelló una carísima grabación del score completo en una edición de la que nada sabía Nyman y que el propio compositor adquirió en la misma tienda después que yo). Y fui siguiéndole la pista (a Leconte) hasta abandonarle en Ridicule (1996), algo me había ido desencantando de él. Quise recobrarle durante el Festival de Sitges con la halagadísima cinta de animación Le magasin des suicides (2012), pero uno de esos típicos retrasos de El Retiro me lo impidió. Así que es La promesa la que me ha llevado hasta él casi veinte años después de nuestra despedida, y…. mi conclusión es que Leconte no es Ophüls.

Por alguna extraña razón conecto estrechamente con la sensibilidad finisecular. Y me refiero, claro está, al fin del siglo XIX (que no fue en 1900, sino en 1918, pero esa es otra historia). Algo de su estética decadente se acomoda a mi gusto como un guante. La Belle Époque fue luminosa, pero a la vez rezuma melancolía, esa especie de tristeza reconfortante, pues comprende lo efímero de la existencia dejando abierta, sin embargo, la posibilidad de un sentido trascendente que puede estar ahí aún cuando permanezca inalcanzable para nosotros. El fin de siglo tuvo muchas voces, pero una de las más representativas (para mí) es la de Stefan Zweig. Y, precisamente, la última película de Leconte adapta (libremente) un relato del austríaco: El viaje al pasado (Reise in die Vergangenheit); una historia de amores contrariados sin final feliz. En la novela, los amantes se dan cuenta tras su reencuentro de que su amor, pese a que ya no tiene impedimentos, es irrecuperable.

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Leconte no está a la altura de la tragicidad de Zweig. Aunque su diseño de producción es impecable, aunque saca gran partido de un vestuario cuidadísimo y amado por la cámara que lo usa para transmitir los sentimientos de los protagonistas, aunque los actores ponen gran empeño en interpretar todos los matices de sus sentimientos, el filme no logra traducir el espíritu del relato al que le cambia incluso la conclusión. Forzar la historia para llegar a un happy end supone no haber comprendido nada de la misma, ni es fiel a la sensibilidad de la época en la que fue ideada ni, menos aún, sabe extraer su condición universal (amores contrariados los habrá siempre).

Así, la obra de Zweig en manos de Leconte se convierte en un folletín trasnochado con el que es imposible empatizar. Por su temática y su desarrollo, es inevitable pensar en el magnífico trabajo de Scorsese con La edad de la inocencia (The Age of Innocence, 1993), una novela de Edith Warton que tiene muchos puntos en común con esta de Zweig. Y, por supuesto, pensamos también en la obra maestra sin discusión que es Carta a una desconocida (Letter from an Unknown Woman, 1948) de Max Ophüls (sobre una novela corta del mismo Zweig). Comparaciones que empequeñecen todavía más La promesa y nos (me) llevan a experimentar la decepción por no haber visto cumplidas las expectativas que apriori despertaba el filme.

 

 

 

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