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Sitges 2014: propuestas extravagantes, La distancia y Adieu au langage

Pese a todas las críticas que pueden hacérsele (y que iremos enumerando en nuestras crónicas), el Festival de Sitges es fantástico. Lo es, pero no por centrarse en un género, en verdad la acumulación de secciones hace que cada vez haya más piezas que no se pueden incluir en los cánones del mismo. Lo es porque su abigarrada (e inabarcable) programación permite la cohabitación de cintas muy dispares entre sí que van desde lo más comercial a lo más experimental y bizarro. Y así se tiene oportunidad de ver obras que difícilmente van a poder verse en las salas, bien porque directamente no se estrenen, bien porque aunque lleguen a los cines permanecerán muy efímeramente en la cartelera. Dos claras candidatas a tal destino son La distancia del poco pródigo Sergio Caballero y Adieu au Langage de esa vaca sagrada que es Jean Luc Godard. Las dos propuestas más insólitas de esta edición.

La-distancia-2014Extravagante se dice de lo raro, extraño, desacostumbrado, excesivamente peculiar u original (en definición de la Rae). El matiz del exceso de originalidad se ajusta como un guante a la segunda obra de Caballero (quien debutó con esa otra excentricidad que es Finisterrae), porque desde luego no es disfrutable por todos los paladares, de hecho tras el pase de prensa (un domingo a las 8,30 de la mañana) hubo un tímido intento de pitada. Para algunos La Distancia (y con permiso de Asmodexia) fue una de las peores cintas de esta edición. Sin embargo, quien esto escribe, celebró y celebra haberla visto. Porque La Distancia más que un relato es toda una experiencia.

Al segundo largometraje de Caballero no le falta argumento, nos lo resumen bien en Filmaffinity: un artista confinado en una central térmica de Siberia encarga a tres enanos con poderes sobrenaturales que planifiquen y roben algo que denomina «la distancia».   Otra cosa es que ese argumento vaya a alguna parte, nos genere intriga, nos conduzca a un desenlace después de haber tramado un nudo. En verdad, toda la trama funciona a modo de MacGuffin, el problema, si se quiere, es determinar de qué lo es. La película nos desafía, tiende un pulso a nuestro intelecto, si pretendemos analizarla desde el punto de vista del discurso enunciativo perderemos el tiempo. Para gozarla, la estrategia es renunciar a entenderla, porque esa es la única forma de comprenderla. Si nos dejamos llevar, disfrutaremos, de entrada, de la acumulación de detalles bizarros que contiene y que componen una melodía delirante que puede arrebatarnos: esos enanos telépatas, ese gritar Pluto tras alcanzar el orgasmo practicando el onanismo, ese bidón humeante que (¡agarrense fuerte!) recita haikus en japonés…

Abandonados al placer de ser mirones, La Distancia no nos cuenta pero sí nos habla.  Casi parece un ejercicio de «escritura» automática propio del surrealismo, su propósito también cabe bajo el espectro de la comparación de Lautremont que los surealistas hicieron suya: La Distancia es un filme que se pretende «bello como el encuentro fortuito, sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas». Tras esa superficie de elementos bizarros que citábamos  se esconde todo un retrato sobre la extrañeza, la del arte, la de la vida. Retrato en el que resulta fundamental la localización. La acción se enmarca en un paisaje a la vez inhóspito y subyugante, un entorno que nos atrae y nos excluye simultáneamente. Paisaje que resulta de la intersección de una naturaleza feroz, devoradora, y el vestigio de lo humano representado por las restos de la central térmica abandonada (Siberia en la ficción, en realidad se trata de un paraje turolense). La_distancia_Film_still_4En ese dominio, en nuestro hoy postmoderno, se reavivan las nociones románticas asociadas al concepto de ruinas:  nostalgia, evocación, soledad, belleza. Los restos industriales se tiñen de melancolía y nos sumergen en una plácida nostalgia que nos enfrenta a la soledad que nos provoca  ver concluido el pasado mientras ignoramos el futuro. Las ruinas, como decía Georg Simmel, son los restos arrojados por la gran contienda del hombre con la naturaleza. Y en medio de ellas se esconde el artista olvidado, el de la ficción que no deja de ser un remedo de Joseph Beuys, y su obra dadaísta que se esfuerza baldíamente en intencionar la vida. La Distancia es, pues, una película sin sentido que nos habla del poder del sinsentido. Esa es nuestra lectura, que no nos planteamos en ningún momento hacer coincidir o no con la del cineasta. Cosa que no habría de importarle si, como afirma en una entrevista, es cierto que para él «da igual de qué vaya la película, lo que hago es mostrar personajes y un lugar donde pasan una serie de cosas». Como decíamos, toda una experiencia estética.

adieuEn la misma dialéctica entre naturaleza y cultura se instala Adieu au Langage.  El último trabajo de Godard tampoco es un relato, su discurso no es narrativo sino poético. Adieu au Langage nos pone frente a un poema visual dividido en cinco estrofas : naturaleza, metáfora, naturaleza, metáfora, 3D memoria histórica, con el anagrama fonético de su título (Ah, Dieu! Oh, Langage!) a modo de estribillo. Godard usa el 3D para componer un recital de efectos plásticos (celebrados algunos con aplausos por parte del público), el recurso de la tridimensionalidad le sirve como paleta con la que experimentar y anonadar, es el fondo sobre el que destaca como figura el ensayo repleto de citas literarias, filosóficas, musicales y cinematográficas (entre ellas Sólo los ángeles tienen alas, El hombre y el monstruo, Metrópolis, La condesa descalza). Todo un ejercicio de intertextualización que bombardea al espectador con tal número de conceptos y efectos que se hace imposible captar en su totalidad. Pero Godard ya cuenta con ese anonadamiento porque no quiere transmitir sólo ideas, o mejor dicho, quiere que esas ideas se formen en el espectador a través de lo sensorial. Habla a la razón, sí, pero para despertar el sentimiento desde el que el pensamiento quede fijado en nuestro yo más íntimo. El suyo es un trabajo subliminal.

Adieu au Langage son setenta minutos intensos en los que el artista nos asoma al abismo de nuestra condición. A los humanos nos está negado aquello que Kafka en uno de sus relatos definió como «la alegría de vivir entre las plantas»: nos es imposible ya vivir sin la mediación del lenguaje. Nuestra experiencia nunca es directa, no podemos asomarnos a la naturaleza más que a través de la metáfora. adieu3 Metafórico es el can que centra buena parte del filme: a través de su imagen Godard apela a nuestra intuición para mostrarnos a la naturaleza entregada a sí misma, ese perro habita la inmediación que nos está vedada y de la que sólo podemos atisbar reflejos en su ausencia. El hombre está condenado a debatirse entre la naturaleza y la metáfora, la cultura nos escinde del entorno al hacerse autoconsciente en nosotros. La conciencia nos hace percibir el límite, sólo el hombre sabe que muere, y a la vez nos instiga a transgredirlo, nos incita a superarnos a través de la creación. Nuestro yo escindido nos impele a jugar a pretendernos dioses, ahí está como muestra de ese anhelo el mito de Frankenstein que Godard cita expreso. Crear desde la nada para evitar la nada. La criatura de Frankenstein es un monstruo en su sentido etimológico, algo digno de mostrarse, pero también en su acepción de ser fantástico que causa espanto.

El lenguaje nos aboca a la maravilla y al horror. Ese es en esencia el discurso de Godard, pero el francés, ya anciano, aprovecha ese marco para acumular denuncias a los males de nuestro hoy: la crisis, la victoria solapada del totalitarismo (la corrección política es una de las máscaras del pensamiento único), la (im)posibilidad de la igualdad entre los sexos (ante la que casi literalmente se caga el artista), el abandono de la lectura y el conocimiento enciclopédico sustituidos por la dependencia de las TICs… Godard carga con todo y contra todo en un alarde de desparpajo, de fresca mala leche, que ya quisieran muchos para sí.

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Tanto Sergio Caballero como Jean Luc Godard juegan a épater les bourgeois, y aunque la transgresión ya esté domesticada y su utilidad sea más que discutible, siempre es sano ejercerla.

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