Sitges 2011 Premio Órbita: Guilty of Romance
Ya era de noche cuando K. llegó. La aldea yacía hundida en la nieve. Nada se veía de la colina; bruma y tinieblas la rodeaban; ni el más leve resplandor revelaba el gran castillo. Largo tiempo K. se detuvo sobre el puente de madera que del camino real conducía a la aldea, con los ojos alzados al aparente vacío.
Con estas palabras inicia Kafka su novela El castillo. Sabemos todos que el Agrimensor no alcanzará ese castillo que le oculta la bruma pese a haber sido llamado a su servicio, ni conocerá su empresa ni podrá desempeñarla, siempre ante la puerta de la ley hay un guardián. El Castillo es la metáfora de esa misión que nos parece tener y a la que no llegamos a vislumbrar cual si un velo de bruma la cubriese. Todos buscamos nuestro propio Castillo, unos sin saberlo otros a sabiendas, pero no todos estamos dispuestos a arriesgar lo mismo. Los personajes de Guilty of Romance emprenderán esa búsqueda hasta sus últimas consecuencias.
Guilty of Romance (Koi no tsumi, 2011, Sion Sono) nos lleva hábilmente desde la comedia al más sobrecogedor descenso a los infiernos. La historia de Izumi, ama de casa perfecta que pasa sus días dentro de la más anodina rutina hasta que sale al mundo laboral y desde allí, en un salto mortal, se introduce en el mundo del sexo desenfrenado y su comercio, cierra la trilogía del odio que se inició con Love Exposure (Ai no mukidashi, 2008) y continuó con Cold Fish (Tsumetai nettaigyo, 2010). Si algún tema es recurrente es el de la perversión entendida como acto de pervertir, acción en la que el degradante y el degradado llegan hasta las últimas consecuencias ya sean en el sexo o en la muerte (que no dejan de ir parejas). El cine de Sono no puede dejar indiferente, esa mezcla de lirismo y destrucción gore le hacen ser un autor personalísimo que para muchos es de culto. Pero no sólo es seguido por los afines a su irreverente temática, ha recibido también un merecidísimo plantel de premios entre ellos el concedido en el Festival de cine de Berlín. Su última película, la que estamos comentando, se alzó en la última edición del Festival de Sitges con el premio Órbita.
Guilty of Romance empieza con un arranque de impacto: el hallazgo de un cadáver de mujer mutilado del cual algunas partes se han insertado en un maniquí vestido de colegiala (esa fantasía tantas veces repetida por los japoneses). La investigación policial irá sirviendo de contrapunto en el presente al desarrollo de la trama que ha conducido a esa muerte, en una especie de estructura circular. Inspirado en un hecho real acontecido en el barrio de Maruyama allá por los 90s; de ese asesinato la película nos lleva hasta la cotidianidad de Izumi, la joven y abnegada esposa que cada día repite el mismo ritual: espera a su marido, un famoso escritor de novelas eróticas, arrodillada tras la puerta con las zapatillas perfectamente alineadas; le sirve la cena ceremoniosamente; y después ven la tele sin mirarse y sin que ella pierda nunca la sonrisa.
Y la sonrisa se contagia al espectador, porque en este retrato de la sumisión (ella) y la soberbia (él) no nos alecciona con la seriedad de los sermones sino que todo está visto en clave de humor. Sono sabe que la risa se dirige a la inteligencia y que el público recibirá el mensaje sin que él haya de subrayárselo (y quien esto escribe lo agradece mucho). El humor no nos abandona en toda la película, pero poco a poco va tiñéndose de negro del mismo modo que la trama va volviéndose progresivamente más oscura y dramática.
Matrimonio de clase media alta, cumplen con lo que se espera de ellos: la pulcritud y el comedimiento. Viven en un universo ordenado que sería perfecto si en Izumi no hubiera esa clase de infelicidad que es el aburrimiento. Pobre niña burguesa, busca un empleo ordinario que la entretenga y lo encuentra en un supermercado como vendedora de salchichas, ese será el episodio más cómico de toda la cinta. Sobre todo cuando se entrecruza con la captación de Izumi para el mundo de las modelos fotográficas (oferta que le hace por su candor una especie de madam), y más concretamente cuando ya se ha deslizado hasta las películas porno (cada vez más subidas de tono). Izumi va cambiando su vestuario, el sexo la libera y se va abriendo a un mundo interior que desconocía. La película usa en este acto intermedio colores vivos, todo se desarrolla a plena luz de un sol radiante, clara metáfora de cual es el estado anímico de nuestra protagonista.
Izumi va cada vez más allá, así llega al barrio de Shibuya (barrio comercial) y se deja seducir y conducirse al Dōgenzaka, la zona donde se concentran los Love Hotels, el centro de la prostitución callejera de Tokio. Y ahí es donde empieza la búsqueda de El Castillo. En un Love Hotel es retenida por su pareja casual que la inicia en el sexo más salvaje y la obliga a no presentarse a su casa. Izumi huye y entra en contacto con una extraña mujer que hace la calle: Mitsuko. A partir de ese momento Mitsuko se convierte en su Virgilio, la guía por el infierno en un viaje iniciático que lleva a la realización del yo, precisamente, en su abandono.
Desde la aparición de Mitsuko en la película Izumi pasa a un segundo término. Mitsuko es una auténtica Belle de Nuit, su bajada al comercio de la carne no es una caída en la depravación sin más, por mucho que se entregue a las prácticas más extremas, es una auténtica búsqueda existencial. Hija de un pintor famoso, se acostumbró al arte desde bien niña, pero igual que en el caso de Izumi ese hombre de cultura la dejó vivir en la insinuación (en este caso además incestuosa) negándole la consumación. Negándole el encuentro consigo misma a través de la sensualidad. Lleva una doble vida y hace partícipe a Izumi de sus dos rostros, el de barata prostituta nocturna y el de brillante profesora universitaria diurna.
“Nunca debí aprender las palabras” es el verso que les está leyendo a sus alumnos cuando Izumi la visita en su aula. Mitsuko es el agrimensor (y nos atrevemos a decir que el trasunto del propio Sono, poeta además de cineasta), sabe que tanto sus alumnos como Izumi sólo se dejan llevar por la melodía superficial del poema. Pero ella quiere llegar más allá, la imbuye el kafkiano deseo de ser piel roja, quiere la experiencia pura, sin embargo sabe, que a ella le está negada la “alegría de vivir entre las plantas”. Quiere que las palabras sean carne, que la poesía sea vida, que el abismo esté encarnado, ese es su Castillo. Ahora bien, el agrimensor nunca llega al Castillo. Mitsuko no puede acceder al fondo del verbo hecho carnalidad, por mucho que se entregue a la concupiscencia, por más que quiera recuperar la sexualidad que le negaron desde niña a través del abuso, de la lascivia más indómita, de la perdición. A ella no le queda más camino que la muerte.
Pero Izumi puede ocupar su lugar. Así que la arrastra hasta el fondo para adiestrarla, para convertirla en ella misma cuando aún había esperanza, aunque fuera desesperada. Izumi se rompe pero al romperse se libera: ahora será ella la que irá en pos del Castillo.
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