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‘Der goldene Handschuh’ (El monstruo de St. Pauli, Fatih Akin, 2019), una obra de sí inclasificable
En lo sórdido, en su en sí, no hay ni épica ni lirismo y, sin embargo, el artista es capaz de moldearlo para engendrar belleza incluso si lo plasma con crudeza, sin adorno, sin disimularlo. El arte nos permite mirar los rostros más duros de lo real porque al recrearlos los somete a la apariencia, los vuelve manejables permitiendo que exorcicemos los miedos. Podemos sentir fruición ante lo más terrible cuando nos es servido con la máscara de lo sublime, esa desmesura mesurada, sin sentir remordimiento por ello, sin asemejarnos al monstruo, porque lo que despierta nuestro placer es, precisamente, el verlo doblegado por la mirada del artista que lo captura. Y esto es algo que se cumple con creces en el último trabajo de Fatih Akin, no es el crimen lo que nos fascina, sino el brillante ejercicio cinematográfico que ha compuesto a partir de él.
Hamburgo, 1970, interior-noche, desde un comedor cochambroso vemos un cuerpo inerte sobre la cama de la habitación adyacente, la cámara no se mueve mientras un hombre entra en campo, se echa sobre el cuerpo como una alimaña, está envolviendo el cadáver; salimos a la escalera por corte, el hombre arrastra el pesado bulto y nos sobrecoge el sonido de la cabeza golpeando los peldaños, hay que deshacerse del fardo de otro modo. Regresamos al departamento, desnuda a la muerta, se le acerca con un serrucho, parece no atreverse, se aleja, vuelve a acercarse, pero la cámara cambia el punto de vista y se coloca estratégicamente de modo que el dintel sitúa fuera de campo la cabeza de la mujer, del descuartizamiento solo vemos los efectos en forma de sangre, los rostros se nos ocultan, así que, sin perder efectividad, se nos ahorran de forma imperceptible los detalles más dolorosos. Así, ante hechos consumados, sin preámbulo que exponga motivaciones, con minuciosidad, pero sin sensacionalismo, con crudeza, pero sin pornografía, empieza El monstruo de St. Pauli. Un prólogo que es toda una declaración de intenciones y una presentación de lo que vamos a encontrarnos en el resto del filme en lo que a estilo se refiere: rudeza que roza la brutalidad sin alcanzarla, porque el fuera de campo va a ser recurso frecuente, porque en ningún momento veremos los rostros de víctima y/o verdugo en los asesinatos, y porque la distancia irónica respecto a lo narrado introducirá un sesgo que permitirá convivir en un mismo plano, en una misma situación, lo terrible y lo hilarante. Ni thriller, ni drama, ni comedia, una obra de sí inclasificable, aunque contenga un poco de cada cosa.
Jonas Dassler, irreconocible bajo el maquillaje protésico, es Fritz “Fiete” Honka, el solitario de la cara deformada que deambulaba por el barrio rojo de Hamburgo y que en la década de los 70 dio muerte y descuartizó a cuatro mujeres, cuatro almas perdidas en el Distrito de St. Pauli. Su interpretación no tiene nada que envidiarle al alabado trabajo de Joachim Phoenix para Joker. No es solo el maquillaje, es todo su cuerpo el que adapta y adopta el lenguaje no verbal de Honka y nos trae un retrato con sabor a derrota y alcohol. Dassler logra transmitirnos la intimidad del monstruo sin necesidad de verbalizar sus impresiones, sus motivos, sus convicciones; al actuar no dice, sino que muestra. Por sus gestos, sus expresiones, sus hábitos externos, sabemos de su interior, nos pone ante un individuo que siquiera sabe amar cuando se enamora, que anega su impotencia en ríos de aguardiente, que mata como una bestia herida por la humillación. Pero aún más allá, el actor sabe hacer creíble que en la fealdad física y moral del personaje anide también el sueño, encarnado en la imagen de una joven adolescente que se cruzará casualmente en su camino, la mujer de verdad, la que huele bien, la que él quisiera merecer. Un carácter, el de la adolescente, que es toda una licencia poética para dibujar el viaje del (anti)héroe al centro del infierno de los fracasados con un trazo todavía más fino, porque introduce el reverso del antro, porque su frescura agudiza más la fealdad de la maloliente ciénaga donde se entrecruzan el resto de personajes.
Der goldene Handschuch es su título original, un título que alude al otro gran protagonista del filme, el garito en el que se dan cita los asiduos del barrio rojo hamburgués. La película de Akin deviene coral cuando entramos en él y sentimos que queremos saber más de la fauna que lo puebla, desde ese oficial de las SS hasta la última de las trabajadoras del sexo, pasando (y, casi, sobre todo) por el dueño que atesora miles de historias de feligreses habituales y aves de paso. Quisiéramos detenernos aún más en los detalles, como esa costumbre de salpicar a los borrachos que quedan dormidos sobre la barra porque una vez uno de ellos murió en esa pose y no se descubrió hasta dos días después, porque cada nimiedad contiene un relato, y todas juntas nos pintan el claroscuro de los bajos fondos. La película se vuelve crónica en esos pasajes y nos trae a la mente las imágenes del celebrado documental de Lionel Rogosin, On the Bowery (1956), en ambos casos estamos ante el despliegue de una sordidez a raudales sobre la que no se pretende emitir una valoración moral, ni un reproche puritano, sino dar retrato testimonial de ella, sin falsos lirismos, pero respetando la dignidad a la que todo humano tiene derecho. Siendo un cubículo, Der goldene Handschuch, es también, y por ello mismo, refugio. Guarida de los derrotados que acuden a por alcohol y calor humano con los que colmar su sed y su soledad. Contrapunto del monstruo que la puebla.
En plenas fiestas navideñas de 2019, Vértigo tenía previsto estrenarla en salas, pero no pudo ser. Ha habido que esperar a la iniciativa de Filmin para que llegue a un público más amplio que el de los festivales. Mucho nos tememos que su estreno en plataforma, que no en salas, hará difícil que llegue a editarse en nuestro país en formato doméstico. No ocupará un lugar en nuestras estanterías, en nuestras colecciones físicas, pero si lo hará en nuestra memoria como una de esas escasas cintas que merecen el calificativo de obra maestra.
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