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Beau tiene miedo, una colosal y desquiciada odisea

Cercado es (cuanto más capaz, más lleno)

de la fruta, el zurrón, casi abortada,

que el tardo otoño deja al blando seno

de la piadosa hierba, encomendada;

la serba, a quien le da rugas el heno,

la pera, de quien fue cuna dorada

la rubia paja, y -pálida tutora-

la niega avara, y pródiga la dora.

Para algunos, quizás bastantes, esta octava real será un galimatías sin pies ni cabeza. Otros reconocerán las palabras de Góngora y sabrán que se trata de la descripción del zurrón lleno de frutas de Polifemo. El culteranismo, o mejor, el gongorismo pretende construir un mundo de belleza verbal y sensorial mediante la intensificación del uso de procedimientos estilísticos que desafían la capacidad intelectiva del receptor, quien debe desentrañar el significado de cada unidad temática sabiendo distinguir y relacionar las figuras estilísticas del texto. Cuando el lector logra descifrar su sentido, comprendiendo bien las figuras presentes en los versos, goza de la satisfacción de la captura de la belleza. Y Ari Aster no es Góngora, pero sí es un autor que se plantea nuevos retos cada vez que emprende una obra, sus propuestas han sido siempre arriesgadas y con Beau tiene miedo alcanza un cénit. Su última película no es una cinta que pueda abarcarse en su totalidad en un primer visionado, cualquier reseña nacida de la lectura en caliente será incompleta. Incluida esta que estoy escribiendo ahora.

Aster ha engendrado un trabajo que le exige al espectador pararse a pensar, algo a lo que ya estamos poco acostumbrados en esta época de consumo rápido en la que importa más estar a la última que detenerse en disfrutar cada detalle. Más que parar el reproductor y analizar, lo que se lleva es ver cualquier producto audiovisual a doble velocidad. Quien mucho abarca poco aprieta, advierte el dicho popular, pero la especialización no está de moda, cualquiera puede verter su opinión subjetiva vendiéndola, además, como juicio categórico en su red social amiga. Hay que agradecerle a Aster su valentía para nadar a contracorriente y apostar por lo pausado en la era de la prisa, por lo reflexivo en un mundo regido por la precipitación, por lo denso cuando los más padecen un auténtico trastorno de déficit de atención.

Con tres largos en su haber, ya podemos hablar de rasgos de autoría y constantes temáticas. Si algo subyace a toda su producción es la disección de las relaciones humanas, las familiares en Hereditary (2018), las de pareja en Midsomar (2019), las maternofiliales en Beau tiene miedo (2023), expuestas siempre en clave de terror, sobre todo en las dos primeras, pero manteniéndose en el ámbito de lo fantástico en su último trabajo. El núcleo del relato es la relación entre una madre freudiana de manual y un hijo incapaz de enfrentar con madurez su control abusivo (hay amores que matan) ni siquiera cuando llega a la edad adulta. Y todo en el seno de una familia judía. No es nuevo bajo el sol el esquema, como no lo es casi ninguna historia, lo que imprime carácter es la forma de abordarlo. Una de las principales quejas que perlarán los comentarios, profesionales o no, será el lamento por su larga duración, tres horas que en el corte del director habrían sido cuatro. Que la misma temática, psicoanalista incluido, combinando también lo humorístico y lo fantástico, se puede abordar en un lapso más breve, lo prueba Edipo reprimido (Oedipus Wrecks), el segmento de Woody Allen en Historias de Nueva York (1989), un lúcido ejercicio de comicidad inteligente que dura apenas 40 minutos; pero a Aster no le interesaba hacer un sketch, aunque la cinta está trufada de ellos, sino estirar la peripecia del protagonista hasta darle a su circunstancia el carácter de viaje épico.

Y hemos dicho estirar porque ya en 2011 firmaba el corto Beau, siete minutos de nada que condensan el alma de su versión extendida. La película que nos ocupa es la puesta de largo de su idea más querida y que él se había propuesto realizar como debut en el largo. No sabemos que habría sido de Aster si se hubiera cumplido su deseo, pero, probablemente, la crítica lo habría tenido en otra consideración y los fans, seguramente, se hubieran formado expectativas muy distintas de las que los llevarán a su cita con Beau tiene miedo. Los más de diez años en los que la idea ha estado en barbecho la han engrosado, también enriquecido, hasta ver la luz como pieza de enormes proporciones que contiene más capas que círculos tiene el infierno en La divina comedia. La mención a Dante puede no ser gratuita, después de todo también Aster plantea lo iniciático como proceso interior, tan interior que “no se explora tanto la vida de un hombre sino su experiencia, poniendo al espectador en su cabeza, dentro de sus sentimientos, con suerte a un nivel casi celular”, no le interesa el plano objetivo, no quiere contarnos una historia, quiere que la vivamos, “no se trata de seguir su trayectoria sino de experimentar sus recuerdos, sus fantasías, sus miedos” en palabras del director. Aster, como el conejo a Alicia, nos propone que nos dejemos caer en un pozo, del que no avistamos el fin, para que nos sorprenda el país de las maravillas que puede contener la mente. En especial una mente alterada.

 

Porque Beau, el personaje, es alguien cuyo desarrollo se ha visto seriamente atrofiado: reservado y tímido, no es capaz de superar sus traumas, no ya infantiles, sino embrionarios (desde su salida del útero, con la que arranca el filme, estará marcada la tensión madre-hijo). Aunque adulto, apenas tiene la madurez de un adolescente, y vive encerrado en el circuito de su propia ansiedad. Beau carga con el peso de una madre autoritaria y de un padre ausente, una madre henchida por un amor que, de tan desmesurado, lacera. Y a la que Beau teme constantemente decepcionar. Porque… ¿Y si en cualquier circunstancia toma la decisión incorrecta a ojos de ella? Al comienzo, la decisión que la madre quiere que tome, por encima de todo, es que se suba a un avión y vaya a visitarla, pero entre ellos existen barreras físicas y psicológicas. Beau no está preparado para la aventura de la vida. Su disposición y su temperamento son singularmente inadecuados para las pruebas y desafíos de enfrentarse a su entorno, su familia y su propia vida interior. Joaquin Phoenix lo borda, se diría que su especialidad es encarnar con convicción personajes emocionalmente dislocados. Él como nadie era el indicado para hacer creíble a este protagonista que tiene problemas para demostrar y devolver amor, tan paralizado por su ansiedad, tan atrapado en sí mismo y en la relación edípica, como está. Un adulto herido emocionalmente, que se habrá de ver obligado a emprender una odisea delirante para honrar las voluntades de su progenitora.

Viaje del (anti)héroe en sentido propio, las diecisiete etapas que estableció Joseph Campbell son recorridas, y distorsionadas, en el guion. Especie de picaresca freudiana infernal, como define a la trama el director y, a la postre, también escritor del texto, la película se desarrolla en secciones independientes, con cuatro capítulos principales y dos secuencias adicionales, incluida una retrospectiva en un crucero que consolida la dinámica madre-hijo, para culminar en un enigmático desenlace. Pasamos de un paisaje urbano barriobajero kafkiano a un surrealista suburbio acomodado, para después atravesar el bosque, ese lugar común del terror y espacio de fantasía por excelencia, y llegar como destino a una nueva casa, de diseño acristalado, que bien podría ser el mirador desde el que nos observa, sin perder ojo, la Bruja mala del Oeste. Y asociados al paisaje de la travesía irán aflorando multitud de retóricas, imágenes y conceptos, posiblemente demasiados para ser aprehendidos a simple vista. Sirva como ejemplo una enumeración, no ordenada, de los más obvios. Resalta la vivencia de la culpabilidad, una culpa desmedida que hinca sus raíces en el pecado original, esa mácula previa al nacimiento que entronca con la herencia de las faltas de los padres. Temer la herencia, incluso genética, es una idea que ya se expuso en Hereditary, pero aquí llega más sobredimensionada todavía, con sexos castrados que duermen en los altillos. Porque Beau tiene miedo va un paso más allá que sus precedentes, Aster en ella no se ciñe a lo individual sino que da el salto a lo social, con apuntes a la deshumanización de la vida urbana y a las debilidades del sueño americano y la

familia ideal. Pero no se queda ahí, aún perfora más capas, hasta llegar al inconsciente colectivo junguiano, con un paréntesis animado que es toda una aproximación paródica a las llamadas fábulas de origen, todo un relato fundacional perfumado de Antiguo Testamento. Beau, el hombre del agua (Wassermann es su apellido), va atravesándolo todo en su mente y nosotros quedamos anegados en ella, habituados como estamos a que haya un punto de referencia externo al yo protagonista. Cuando nos desprendemos de la vocación de realismo es cuando empezamos a comprender qué estamos viendo. Y cuando empezamos a desear que no se nos saque de vuelta a la supuesta realidad. Se diría que todo responde a la pregunta que capitanea el carrolliano viaje a través del espejo: “Pero ¿Qué es real? ¿Está Alicia demente o puede realmente viajar entre mundos?

Sólo podemos concluir: véanla. Pero, sobre todo, repósenla con la parsimonia de un rumiante. Al fin y al cabo, rumiar no se define únicamente como “masticar por segunda vez, volviéndolo a la boca, el alimento que ya estuvo en el depósito que a este efecto tienen algunos animales”, sino que alude también, y, en este caso, sobre todo, a la reflexión pausada y adulta. No rezonguen a bote pronto en redes y dispónganse a disfrutar de una lenta, pero grata, digestión.

 

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