Sitges 2012: la reina del palmarés, Holy Motors
Un año más el Festival de Sitges ha tocado a su fin. Atrás quedan las carreras para llegar a las colas en buen lugar, las risas, las cervezas, los comentarios y horas y horas de buen cine. Y como cada año la culminación ha venido con el anuncio del palmarés que este año ha tenido una novia indiscutible, la francesa Holy Motors que se alzaba con cuatro de los principales galardones: Méliès de Plata; Premio de la crítica; Mejor director para Leos Carax y mejor película. Amada y odiada por la crítica tras su paso por Cannes, en Sitges se convirtió en la película del festival, con permiso de The cabin in the wood (2012, Drew Goddard) que no concurría a la sección oficial. No es una película fácil, y aunque está llena de fantasía, no es una película de género, que haya resultado ser la ganadora indiscutible habla bien de la salud del fandom como colectivo que no se deja encasillar por sus gustos y que muestra ser apto para ejercicios de cinefilia de los que algunos le creen incapaz.
Leos Carax no dirigía un largo desde 1999, llevaba trece años casi apartado del cine, y ya antes se había tomado una pausa considerable entre Les amants du Pont Neuf (1991) y Pola X (1999) (concretamente ocho años), sigue siendo a sus más de cincuenta años el mismo enfant terrible que fue en sus inicios. Carax ha despertado desde siempre amores y odios irreconciliables, en 1999 se decía: «A Carax no se le puede ne-gar -pese a su inclinación al manierismo y el jugueteo audiovisual- talento, pero tampoco hay que escatimarle la petulancia, con frecuencia algo idiota, de los que se sienten genios incomprendidos, con el añadido de que en el arte la verdadera genialidad tiende casi siempre a la humildad como sombra inseparable y perturbadora» (fuente El País), duras palabras, sin duda. Para otros en cambio el francés se convirtió en director de culto, por lo breve y extravagante de su carrera, y ese aura impregna su última película, todo un ejercicio descarnado de reflexión sobre la vida y el cine que transpira pesimismo y voluntad a partes iguales.
A Holy motors se la califica de película de culto inmediato, se la podría tildar igualmente de obra personalísima no apta para todos los públicos, pero a nosotros todos esos calificativos se nos antojan huecos. Esos epítetos suelen esconder el extravío del crítico ante una obra difícil de juzgar, ante una obra como esta que dinamita todas las estructuras clásicas de la narración; no hay inicio ni desenlace sino que la película se mantiene en un prolongado nudo que deja sin resolver el conflicto, porque el conflicto es la vida misma y nuestra posición en el mundo. Durante las casi dos horas de proyección acompañamos a Óscar (Denis Lavant) en su viaje en limusina, conducida por la fiel Celine (Edith Scob), durante el que cumplirá con varias citas en las que adoptará diferentes personalidades, desde magnate de la banca a barriobajero asesino, pasando por padre de clase media, citas pues que funcionan casi como episodios separados engarzados por la línea común de ese viaje por la representación. Al espectador virgen, aquel que llega sin referencias sobre el film, le causará extrañeza porque, aunque nunca nada es real en la ficción al contemplarla nos esforzamos por crear la línea de la verdad en el relato, línea que normalmente es ocupada por la trama principal, jugamos a trazarle un perfil único al protagonista, a buscarle una lógica al relato incluyendo, si es necesario, episodios ficticios que se discernirían de la trama «real». Pero en Holy Motors no se da esa realidad de la ficción, como en un texto de Pirandello, la única tierra firme es la representación dentro de la representación, y su sentido no tiene excusa argumental. Así el filme se convierte en metáfora de la propia vida en la que todos vivimos sin guión.
Desde un sentir nihilista, Carax nos enfrenta en su última obra a la vida como representación. «Unos mueren y otros siguen viviendo» se nos dice en un momento del film, verdad perogrullesca que, sin embargo, pocos serán quienes la perciban en toda su crudeza. Para captar la tragedia que esconde esa afirmación tan simple es necesario haber demolido todos los filtros con los que nos enfrentamos al día a día, vivir desnudos ante la conciencia cárnica de la muerte, hay que haber percibido la fuga constante del tiempo como un fluir continuo e inapelable hacia la agonía del individuo y la continuidad de la existencia que no se compromete con ningún sujeto. Estamos aquí como actores de un guión no escrito, nuestro actuar es un representar sin cámaras ni público. Lo humano viaja sin repetición, no hay retorno a ninguna Ítaca, igual que Óscar en su limusina se desplaza de una actuación a otra sin solución de continuidad. Y en medio de esta fuga, los hombres modernos ya no quieren ver la verdad, ya no se comprometen con la acción, banales como el signo de los tiempos prefieren desprenderse de su responsabilidad con los motores de la historia, así lo concluye Carax en el epílogo dejándonos con un regusto amargo cuando se encienden de nuevo las luces de la platea.
Y no puede haber reflexión sobre la vida sino la hay también sobre el arte. Holy Motors es también un ejercicio de metacine. Ahí están las citas a Franju y a Renè Clair, pero ahí está sobre todo la pregunta por el sentido de seguir haciendo cine. Carax, a través del actor como alter ego, se manifiesta cansado ante un arte que ha perdido su poética, arrastrado hacia lo digital que lo vuelve todo más simple y superficial. Pero, con todo, no quiere tirar la toalla porque sigue importando crear belleza. Ahora bien, la belleza de la obra se completa en el espectador que la contempla, ¿podrá mantenerse en una sociedad en la que la mirada cada vez está menos educada? Con su arrolladora fuerza visual Holy Motors nos deja con la pregunta como problema.
Holy Motors funciona pues a varios niveles, como canto, como reflexión, como interrogante, pero lo que nos acompañará siempre de ella es su poderío visual, porque no deja resolverse en el plano conceptual. Lo que más cuenta es el anonadamiento estético en el que nos sume y esa sensación de dulce tristeza que era comentario general a la salida del cine. Podrá decidirse que es un tipo de cine que no nos interesa, e incluso abandonar la proyección, pero nadie podrá negarle nunca su carácter de sinfonía de imágenes inquietantes. Difícil de catalogar, nos atrapará o nos provocará rechazo, pero a nadie le va a dejar indiferente este ejercicio cinético y el reto actoral que presupone. Para gozarla u odiarla, no admite término medio.
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