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Noé, diluvios apocalípticos y almas bellas
«(…) pase de la leve sorpresa a la frustración, de la frustración a la decepción y de la decepción a la indignación, al final quería irme del cine, pero lo único que me mantenía amarrado a mi silla era la idea de difundir esta información para denunciar esta película herética (o si, herejías hay varias) blasfema y vacía de toda fuerza proto-evangélica, en la esperanza de que eviten verla y ademas puedan entrar en contacto con una opinión católica al respecto«. Así de radical es la opinión del responsable del blog Extra Ecclesiam nulla salus, ya saben, si están fuera de la Iglesia no serán tocados con la bendición de la salvación y se perderán en el averno, con llanto y crujir de dientes. Si quieren saber que es lo que denuncia un católico ultramontano de la última de Aronofsky no duden en pinchar sobre el enlace. Allí lo encontrarán explicado con todo detalle, yo aquí me quedaré sólo con una de las consideraciones que en ese blog consideran blasfema: la figura de los que son llamados en la película, Los vigilantes. Vayamos a ello.
Sin considerarme especialista, tengo la convicción de que El Señor de los Anillos marca un antes y un después en el cine de hazañas épicas y así me pareció detectarlo en Noé, especialmente en la figura de Los vigilantes, esas criaturas gigantescas, esas moles de barro que parecen rocas escarpadas y que dejan ver luz saliendo de sus ojos. ¿Quiénes son? Pues nada más ni nada menos que ángeles caídos (más bien nefilims) esos de los que se habla más en los apócrifos que en la biblia canónica (con gran detalle en el Libro de Enoc), pero convertidos aquí en titanes filántropos que han recibido castigo del creador, precisamente, por haber ayudado a los hombres después de haber sido expulsados del Edén. Aronofsky ha investigado lo escrito sobre Noé en los textos religiosos, pero a ello le ha sumado sus propias convicciones. Los vigilantes están más próximos a Prometeo que a Lucifer, por eso a un católico, especialmente si es de mira estrecha, le parecen blasfemos. Están más próximos a nuestra herencia griega que a la cristiana. Lo que les hace interesantes es precisamente esa carga sacrílega de ser piadosos en su sublevación contra el creador. Aronofsky nos deja vislumbrar la ligazón dialéctica que hay entre el bien y el mal: de un acto impío puede nacer la bondad, del mismo modo que del bien puede llegar un mal. Así la obsesión por la justicia de Noé le conduce a la hybris, la desmesura de pensar que debe aniquilarse todo lo humano sin distinción.
Noé, empujado por la fe de su corazón, llega a casi volverse contra los suyos. Noé se convierte en un Alma Bella en el sentido Hegeliano: «Vive en la angustia de manchar la gloria de su interior con la acción y la existencia; y, para conservar la pureza de su corazón, rehuye todo contacto con la realidad y permanece en la obstinada impotencia de renunciar al propio sí mismo llevado hasta el extremo de la última abstracción«. La misma fuerza que le lleva a querer salvar lo puro le hace sentir que todo lo humano está corrupto. Sólo puede esperarse un correctivo ejemplar: el tiempo de la piedad pasó y hay que doblegarse al castigo. Sus convicciones acaban llevándolo a abrazar la moral del resentimiento, la propia del nihilismo negativo según Nietzsche. Sólo el perdón de su víctima más indefensa le devuelve la lucidez, en una conversión que nos recuerda la de Ethan (John Wayne) en Centauros del desierto cuando este último llega a tomar entre sus brazos a su sobrina.
No se asusten de que cite tanto filósofo alemán, la película funciona también como espectáculo, como fiesta de efectos especiales. Y Aronofsky declara que su objetivo ha sido sobre todo la evasión: “El corazón del filme es el entretenimiento, mi intención es presentar un drama perturbador, con grandes actuaciones, efectos visuales y música. Por supuesto, espero que a la salida la gente salga con más preguntas, charle sobre lo visto. Claro que necesito a alguien como Russell. Si en pantalla tienes milagros, ángeles convertidos en gigantes de piedra y otros seres no conocidos, debes de tener un actor que dé verosimilitud a su personaje. Russell es férreo y creíble”. Pero aunque afirme que sólo quiere hacer cine, no niega que haya querido darle un trasfondo de espiritualidad a su superproducción apocalíptica: “Defíneme espiritualidad. Bueno, entiendo lo que planteas. Sí que creo que falla nuestra conexión con el medio ambiente. Nuestro respeto a la creación. Hasta hace poco sabíamos que nuestra huella desaparecía del planeta: a duras penas quedan piedras, herraduras… Y desde hace un siglo hemos creado plásticos no biodegradables, gracias a productos químicos creados por nosotros. Tenemos un poder que estamos malgastando en estropear el lugar en que vivimos”.
Donde algunos ven blasfemia y satanismo, sólo hay una toma de conciencia de la crisis de recursos a la que parecemos abocados si no cambiamos nuestros modelos de producción y consumo. La película tiene mensaje, pero un mensaje ecologista que se vale de la historia sagrada para ofrecer una lectura de nuestra condición actual a la que hemos llegado por nuestros propios poderes, que atacan a la naturaleza pero que acabarán pasando cuentas a nosotros los humanos. Después de todo la naturaleza tiene una capacidad de cambio superior a la nuestra, cuando algo amenaza al conjunto, acaba pereciendo él mismo. Ese apocalipsis antediluviano es nuestra propia realidad, el que trata de aprehender Aronofsky es el apocalipsis que venimos cerniendo sobre nuestras postindustriales cabezas. Sin embargo, el apocalipsis promete una regeneración, un mundo mejor, no la típica muerte y destrucción de Roland Emmerich. Pese a todo hay que seguir confiando en nosotros y nuestra capacidad de respuesta. O si no, al menos a seguir teniendo fe en el caos.
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