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Videodrome: la nueva carne y la percepción ampliada

Nuestra primera evidencia al nacer es el dolor de la carne. Nacemos envueltos en llanto, un llanto que es la bienvenida a la vida. El cuerpo es nuestra primera verdad pero nos evadimos de ella a través del lenguaje, basta con comprobar que los tanatorios son uno de los lugares donde más alto se habla en un acto inconsciente de negación de la muerte. Y es que el cadáver es un sinvergüenza (¿Fue Eugenio Trías quien dijo esto?) que muestra sin pudor la evidencia de la mortalidad carnal. Un cuerpo inerte es un monstruo que da pavor.  La muerte instala la entropía en la carne orgánica y organizada, lo apolíneo retrocede con la lividez que es antesala de la descomposición, cosa que nos resulta abyecta a la vez que morbosamente atractiva. Lo monstruoso, pues, no está sólo en lo deforme, nuestro propio organismo es su residencia. Así el terror va con nosotros, íntimamente unido a nuestra corporeidad, la misma que nos arroja al espacio donde se conjuga el miedo a la muerte, el erotismo y la metamorfosis supurante de lo abyecto. Y esta senda del asco y la belleza tiene una sintonía perfecta en la atonalidad mecánica de la música de Howard Shore para Videodrome (1985, David Cronemberg)

David Cronemberg en 1983 dirigía La zona muerta (The Dead Zone), un thriller parapsicológico basado en la novela homónima de Stephen King. Un film de correcta factura que por su convencionalidad con las claves del género puede seguirse degustando hoy en día. Pero ese mismo año el director de Scanners (1981)  alumbraba una obra personalísima que le iba a suponer su definitivo nacimiento como autor: Videodrome. El protagonista es Max Renn (James Woods), directivo de Civic TV, una pequeña cadena de televisión cuya única vía para sobrevivir es ofrecer a la audiencia contenidos que no encuentran en otra parte, de alto contenido erótico y violento. En su búsqueda de material diferente, Max, da con una señal pobre e inestable que lo único que emite son torturas, aparentemente reales: en un tosco escenario rojizo, un par de tipos encapuchados atan y golpean a una mujer. Se llama Videodrome.   Mal comprendida en su momento, a día de hoy es considerado un clásico del cine fantástico.  Y es que Cronemberg daba luz a mucho más que una película: daba luz a la Nueva Carne.

Nunca antes la sensibilidad artística se había adentrado tanto en las perspectivas de lo grotesco, la Nueva Carne (aventura en la que le acompañan Clive Barker, H. R. Giger, Charles Burns y otros) supone el nacimiento de una estética perversa del cuerpo que se pervierte.  Carne transgresora que se deforma hasta la máquina llevándonos a unos nuevos límites de lo natural. No se trata de la fascinación por los esperpentos de feria que aún impregnaba a los primeros monstruos cinematográficos (como los que nos mostró Tod Browning), no, se trata de un horror que se aparta del folklore y reniega de la moralidad y de la lógica.

La moralidad… Videodrome abre sus imágenes con la grabación despertador de Civic TV; el ejercicio de cinismo de Cronemberg queda claro desde ese momento: una televisión que busca asegurarse la audiencia ofreciendo pornografía en toda la extensión del término (lo sexual y lo violento), se llama a sí misma televisión cívica. Y poco después acompañamos al protagonista a un debate televisivo en torno a los peligros de ese tipo de programación sobre la salud moral de los telespectadores. En la segunda mitad del siglo XX ya se tenía conciencia de la sobrestimulación a la que nos aboca la tecnología, esos nuevos tentáculos que modifican nuestra mirada, nuestra percepción de la realidad; el Pop Art ya lo había reflejado en los últimos 50’s: la televisión como fuente de verdad, como verdadera (si no única) ventana abierta al mundo. En los 80 el poder tentacular de la imagen se ampliaba con la industria del vídeo y la televisión por cable. Lo televisivo se convertía en la retina de los ojos de la mente, todo el arranque de la película de Cronemberg nos pone sobre aviso de cómo la pantalla se ha convertido en un filtro por el que se criba lo que tomamos por verdadero. A través de la pantalla se presenta al personaje de Nicki Brand (una sensual Deborah Harry), de profesión psicóloga, participante del debate. Ella es la que habla de cómo la sobrestimulación nos ha hecho adictos del estímulo, cuanto más se nos da, más queremos, y de su mano Max Renn se introducirá en la travesía hacia los límites de lo erótico.  Allí donde la pequeña y la gran muerte se confunden. Queremos más, mientras hipócritamente asentimos a que mejor en la pantalla que fuera, ¿pero verdaderamente se detiene el deseo en la imagen? El debate que introduce Cronembreg goza de una rabiosa modernidad hoy en día cuando las «pantallas» y las imágenes se han multiplicado ad nauseam.

Imagen, del latín imago, se dice de las representaciones que conforman las apariencias visuales. Esa es su definición. Harlan (Peter Devorsky) supuestamente capta una señal que se emite desde Pittsburg (aunque inicialmente habían pensado que provenían de Malasia), la emisión que el pirata localiza muestra escenas de alto contenido violento, mutilaciones, torturas, asesinatos, en una sala de fondo rojo (el rojo, la pasión, el color de la carne). No hay decorado, no hay trama, no hay historia, sólo imagen violenta. El programa se llama Videodrome, la arena del vídeo, la arena de la imagen como antes estuvo la arena del circo romano.

Max Renn tirará de ese hilo y Nicki Brand será su Ariadna. El laberinto esconde en su centro una corporación: Spectacular Optical, dispuesta a hacerse con el control de la mente de la población occidental, que se ha vuelto muelle en exceso por lo sofistificado de su civilización. Un nuevo programa de control para hacerse con el poder absoluto (su eslogan reproduce las palabras de Lorenzo de Medicis, uno de los príncipes maquiavélicos por excelencia). Y frente a ellos la misión O’Blivion, fundada por el descubridor de los efectos del programa sobre el cerebro, que pretende fundar una nueva mística, un nuevo hombre que habrá de ver superadas sus condiciones físicas por la fusión con lo tecnológico, con lo maquínico: la iglesia de la nueva carne cuyos tonos góticos acentúa Howard Shore.

Pero lo que hace interesante el viaje de Max Renn no es la trama sino el sentido, la reflexión sobre nosotros y nuestro futuro, que pone sobre la palestra.

El Test de Rorschach prueba que vemos más de lo que hay

«Ser es ser percibido» afirmaba el obispo Berkeley en 1710 (Tratado sobre los principios del conocimiento) con su empirismo idealista, y Cronemberg le da la razón cuando hace afirmar al profesor O’Blivion (Jack Creley) que nada es real fuera de nuestra percepción. Al ciudadano de a pie puede parecerle que nada es más certero que la experiencia, que lo vivido es la fuente más fiable de lo que podemos asegurar como conocido verdaderamente, pero hace siglos que la historia del pensamiento llamó la atención sobre los límites de la certeza  empírica y apeló a la recta razón como juez; la racionalidad matemática universal (lo objetivo) frente a la particularidad de la experiencia (lo subjetivo). Ahora bien, la razón se quedaría en mera entelequia si no se aplicara sobre lo capturado por las sensaciones, de modo que la pregunta sobre lo que es real acaba remitiendo de nuevo a la pregunta por los límites de la representación. Nuestra percepción tiene unos umbrales de sensibilidad que marcan los lindes de lo que puede ser distinguido con nitidez, fuera de ellos quedaría el espacio de lo no cognoscible y, por extensión, de lo irreal.  La tecnología le ha puesto lentes a nuestros sentidos y la percepción así se amplía, pero a la vez se vuelve más propicia a la confusión, lo visto se extiende hasta aquello de lo que no tengo más que imagen mecánica (yo he visto Tailandia    aunque nunca he estado allí acompañando a mi sobrino en sus viajes, como ejemplo). Llegamos así a la visión psicótica que nos plantea Cronemberg en Videodrome: lo que vemos en una película se convierte en fuente de verdad (mis alumnos decían conocer la Edad Media porque la habían visto en el cine),

Adicción a lo catódico

así cuando Cronembreg nos expone a las alucinaciones de Max Renn empezamos a perder el hilo, constatación evidente de que nos habíamos trazado unas expectativas de que lo visto en la pantalla tenía ápices de realidad y no de mera ilusión fílmica.  Nuestra percepción no es genuina, no es una red con la que atrapamos lo externo sino un molde con el que lo conformamos, por eso puede llegar un momento en el que lo mental y lo extramental se confundan tanto como nos confunde el canadiense en Videodrome. Encontramos verosímil que Max Renn pueda tener una experiencia erótica con lo emitido por su televisor, a partir de ahí dejamos de saber a ciencia cierta qué ve de verdad el protagonista, qué vemos de verdad nosotros.

Las imágenes mecánicas nos despistan, pero nuestro conocimiento ya no puede ser sin ellas. Vivimos definitivamente instalados detrás de la lente, amalgamados con ella, los límites de la carne se trascienden a sí mismos y nos asimilan a lo maquínico. Esa es nuestra esperanza, la de superarnos continuamente, y nuestro horror, el miedo a ser sobrepasados por nuestras propias producciones. El de Cronemberg es un terror que sólo puede ser concebido por el hombre tecnológico para el que el infierno ya no puede estar en un más allá sino que se le asoma constantemente en el más acá. En la posibilidad de quedar desconectado, claro, pero la conexión también le lleva a pervertirse, le lleva a la posibilidad de convertirse en mera extensión de lo artificial.

Max Renn convirtiéndose en Nueva Carne

Como afirma Fabian Jiménez GattoLos atormentados personajes de Cronenberg resultan ser las figuras paradójicas a través de las cuales podemos acceder a un análisis de lo que la alteridad de un cuerpo preñado de tecnología representa en la cultura occidental, esto es, exceso, transgresión, perversión, polimorfismo sexual, abyección, en definitiva, caos para la identidad  constituida a partir del círculo solipsista y claustrofóbico de un yo afincado en la mismidad de la interioridad subjetiva. La deshumanización, la conversión en mero objeto, ése era el futuro que parecía esperarnos en 1983; décadas después, se diría que seguimos abocados a ello. O cuanto menos ese terror sigue perviviendo en nuestro imaginario. Y mientras seguimos atrapados en esa distopía postindustrial, la gran pregunta sobre qué es la muerte, que es tanto como preguntar qué es la vida, sigue sin respuesta. Aterrados seguimos deseándole larga vida a la nueva carne que nos abduce.

Tv or not TV

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