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Casas encantadas: un espacio de terror en la literatura y el cine

«Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada«. Así concluye el que es, posiblemente, el cuento de Cortazar más veces analizado: Casa tomada. Quizás a alguien le sorprenda que lo tome como punto de partida para este breve esbozo de un subgénero del fantástico como es el de las casas encantadas, pero lo hemos estimado oportuno porque en este cuento de Cortazar es donde más claro queda que la casa no es un mero escenario, sino un personaje más y el más importante narratológicamente hablando.

Su argumento es sencillo, la anécdota del cuento se resume diciendo que una pareja de hermanos que viven sin preocupación alguna en la casa heredada por sus antepasados, son forzados a vivir en la mitad de la casa primero, y después son expulsados totalmente, por una presencia intrusa que se traduce en “un sonido impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación«. No están presentes, pues, los elementos que la literatura gótica ha dejado como tópicos del subgénero, sin embargo expresa como ninguno la conversión del espacio de la seguridad en fuente de hostilidad. Efectivamente, en nuestra lógica humana, nuestra casa es nuestro refugio, aquello que nos pone a salvo de las amenazas del exterior, así una casa encantada supone uno de los espacios más terroríficos que pueden imaginarse, porque nos hiere en nuestro flanco más vulnerable. Es normal, así, que las casas encantadas hayan tenido amplia cabida en el género fantástico y de terror, llegando a configurar un auténtico subgénero, tanto en la literatura como en el cine.

Casa tomada pertenece al fantástico porque cumple la condición de aportar una visión mágica de la realidad cotidiana. Se trata eso sí de un fantástico interior (o mental) en el que lo sobrenatural más que verse se siente, se inserta directamente en la evolución del relato fantástico producida en el siglo XX. En su origen, el fantástico se asentaba en la fantasmagoría visionaria (ver visiones o apariciones), se ajustaba a un estilo destinado a entrar por los ojos, a concretarse en una serie de imágenes impactantes. En la narrativa fantástica el elemento espectacular es esencial, no es pues de extrañar que el cine se haya inspirado tanto en ella y el género fantástico y de terror sea uno de los más fructíferos.

El arte cinematográfico nació como entretenimiento de feria, quizás por ello, por su condición de espectáculo, lo fantástico ha estado presente en su desarrollo desde sus inicios. Y el subgénero de las casas encantadas, más concretamente, ha sido uno de los más prolíficos. Ya Méliès nos dejó varias piezas, pero, entre los pioneros, la obra más destacada es El hotel eléctrico (Hôtel électrique, 1908, 1924) de Segundo de Chomón, filme que algunos quieren ver como el que inaugura el cine de terror español. En esos momentos iniciales lo fantasmagórico fue abordado desde la comicidad, primero a base de objetos que aparecían y desaparecían gracias al truco del paso de manivela, después con obras consagradas al lucimiento de las estrellas cómicas del momento; sirva de ejemplo El castillo de los fantasmas (Au secours!) de Abel Gance puesto al servicio del cómico Max Linder. Dado el éxito de este estilo cinematográfico, se crea la llamada mystery comedy, o sea, comedia de trama siniestra en la que acecha casi siempre un criminal, el cual oculta sus intenciones mediante tretas de aire fantasmagórico. Así es en The Bat (Roland West, 1926), la cinta inaugural, aunque quizás la más remarcable sea El legado tenebroso (The Cat and the Canary, 1927) del expresionista Paul Leni. En estas mystery comedy el encantamiento es falso dentro de la propia ficción, pero ya no es así en La caída de la casa Usher (La chute de la maison Usher, 1928), adaptación del clásico de Poe por parte de Jean Epstein. Es interesante subrayar su final, con la mansión pasto de las llamas como símbolo de purificación y único destino posible para parar el encantamiento que se cierne sobre la casa, algo que será utilizado en multitud de títulos que vendrían después.

La línea cómica no se pierde y seguirá ofreciéndonos títulos en épocas más tardías, ahí está el recientemente estrenado en España Los Huespedes (The Innkeepers, 2011) de Ti West, pero queremos centrarnos ya en aquellos filmes en los que la dimensión sobrenatural y terrorífica se muestra en toda su plenitud. Para ello (y por razones de espacio) daremos un salto histórico y nos dirigiremos a la década de los setenta que nos dejará tres de los títulos más relevantes. No sin antes detenernos en The Haunting (1963) de Robert Wise, sin duda una de las obras más emblemáticas en este tema junto a la anterior a ella House of Hauntet Hill  (1959) de William Castle o la posterior Al final de la escalera (The Changeling, 1980) de Peter Medak. Con su blanco y negro preciosista, The Haunting nos enfrenta a la casa maldita que lo es en sí y por ella misma, es decir, la cadena de sucesos trágicos relacionados con ella son anteriores a haber sido habitada. La casa es una entidad omnipresente en todos los planos, excelentemente diseñados por Wise para dar una imagen distorsionada y desquiciante. Esa casa sin ángulos rectos, de abigarrada decoración rococó y multiplicada por sus numerosos espejos, es una auténtica fuerza viva y absorbente. A destacar especialmente el plano en el que la fuerza sobrenatural se manifiesta tras una puerta (no hay ni una sola aparición en el filme) dando la sensación de que la casa respira. Todo un clásico.

Volviendo a los títulos setenteros, el primero es La leyenda de la mansión del infierno (The Legend of Hell House, John Hough, 1973). La película está basada en el libro de Richard Matheson La casa infernal, no en vano en el guión colabora el propio Matheson. En segundo lugar, nos encontramos con Pesadilla diabólica (Burnt Offerings, 1976) del televisivo Dan Curtis. Parte igualmente de una novela: Holocausto de Robert Marasco. Se trata de un filme harto perturbador y acongojante con una terrible casa acosando a sus nuevos inquilinos: una familia que verá sus vidas tornarse en absoluta pesadilla. Y el tercero (aunque quizás no sea la mejor artísticamente hablando) es la más célebre: Terror en Amityville (The Amityville Horror, Stuart Rosenberg, 1979). Adapta la supuesta historia real de la familia Lutz que vivió en la célebre casa maldita. Unos años antes Ronald DeFeo, el hijo mayor de la anterior familia propietaria de la casa, asesinó a sus hermanos y a sus padres una fatídica noche de noviembre, a partir de ahí empieza la leyenda del encantamiento de la mencionada casa. La película de Rosenberg abrió paso a una auténtica saga con las entregas de sus secuelas, sin embargo, ninguna de ellas es verdaderamente interesante excepto la más reciente La morada del miedo  (The Amityville Horror, Andrew Douglas, 2005) que entrega una revisión bastante inquietante de la historia original.

Así, siguiendo las secuelas de Amityville, hemos llegado a nuestro presente en el que el subgénero de casas encantadas ha recibido un nuevo impulso revitalizador del cual, probablemente, el principal artífice sea James Wan. Antes de que llegara el aire fresco de Insidious (2010), con sus toques de comedia, dos piezas nacionales habían recuperado los mimbres del terror clásico: Los otros (2001) de Alejandro Amenabar y la ópera prima de J.A. Bayona, El orfanato (2007). La película de Amenabar sigue la estela de Suspense (The Innocents, 1961) de Jack Clayton (que adaptaba el relato de Henry James, Otra vuelta de Tuerca) sin alcanzar su excelencia; es, pues, más una gosht story que un relato de casa embrujada, pero sin duda ambos subgéneros están emparentados y, en muchos casos, uno implica al otro. Por su parte, El orfanato recupera con nota la atmósfera de los relatos góticos en los que la casa queda maldita por sucesos pasados, como aportación nos deja un final en el que una vez desvelado el misterio la casa sigue atrapando al personaje principal, pero esta vez como obra del bien y no de ninguna influencia maligna. En definitiva, ambas son piezas notables, pero, a nuestro juicio, es James Wan el que mejor recrea los lugares comunes del terror gótico con su impecable The Conjuring (2013, Expediente Warren en español). Un relato con buen pulso que nos lleva a atravesar todos los estadios de una invasión paranormal en una casa encantada, desde su inicio (ruidos, puertas que se abren o se cierran, luces que se apagan, todo el rosario de poltergeist) hasta la posesión demoníaca, pasando por el miedo y la debilidad que sienten quienes lo viven en primera persona. Nada que no hayamos visto antes, pero eso no importa, al fin y al cabo las historias que componen los humanos son casi siempre las mismas, lo que les da valor no es tanto el qué nos cuentan sino el cómo. Y ahí, en los modos de narrar, James Wan aprueba con suficiencia.

Si empezábamos este texto con un relato atípico, queremos también terminarlo con un filme que tiene voz propia, Darkness (2002), el tercer largometraje (segundo de ficción y en solitario) de Jaume Balagueró. Jugando con el lugar común del caserón aislado en medio de la naturaleza y alejado de la civilización, Balagueró nos ofrece un filme que resulta inquietante ya desde sus créditos que parten del negro inicial para situarnos en un momento anterior al de la trama en el que se esbozan las causas del encantamiento. Mientras veíamos como otros autores recuperan el terror clásico, el catalán nos enfrenta a una forma contemporánea y personal de entender el miedo y, en consonancia, la puesta en escena. Darkness surgió del deseo de realizar «una película en la que lo malo no fuera un asesino, un demonio o un extraterrestre, sino la oscuridad, porque la oscuridad es un miedo universal de todos los niños. La oscuridad es lo primero que asusta a un niño porque la percibe como tangible»(declaraba el director). Y la película se ajusta perfectamente al deseo que la precede porque la oscuridad (incluso más que la casa maligna en sí) tiene un papel protagonista actuando como símbolo del mal primigenio, del magma informe del caos. Es en los modos narrativos donde Darkness se muestra más innovadora, con esos movimientos de cámara que distorsionan la imagen y esos flashes de insertos casi subliminales que generan desasosiego sin necesidad de recurrir al susto fácil; juega siempre con la insinuación. Los recovecos de la trama son excusas para asomarnos al mal en abstracto personificado en esa oscuridad que engulle a los personajes y a los espectadores con ellos. Nos asoma a un mal del que no se puede escapar, un mal ante el cual no podemos ponernos a salvo porque nos persigue hasta el seno mismo de nuestro hogar anulando a la única fuerza que podría combatirlo, el amor. Nada puede protegernos de la oscuridad.

Después de este repaso (que no se pretende exhaustivo) sólo podemos concluir que la casa encantada estará siempre anudada a nuestros miedos más atávicos. Al inmenso terror de sabernos perecederos y vulnerables incluso en los espacios donde más protegidos debiéramos estar. La casa como espacio de terror nos hace tomar conciencia de que, por mucho que busquemos abrigo, siempre estamos y estaremos condenados a la intemperie. La casa encantada nos deja sin mecanismo de defensa posible, con ella, convertida en tópico de la literatura y el cine, tomamos conciencia de que el adentro no es más que una ficción a la que nos agarramos para intentar sentirnos a salvo.

 

                                                                         Montse Rovira (Proyecto Naschy)

 

 

 

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