Inicio > CINE CLUB, TRAILERS RECOMENDADOS, VAMOS DE ESTRENO > Oh, Canadá: el tiempo recobrado

Oh, Canadá: el tiempo recobrado

Me gusta el olor a napalm por las mañanas” es la expresión que ha invadido mi mente tras ver, por primera vez, en sesión matinal, Oh, Canadá Y no porque haya confundido a su director con Francis Ford Coppola, de hecho no le confundo siquiera con Martin Scorsese, aunque el italoamericano haya sido su mejor pareja de baile, porque Paul Schrader es un cineasta singular con una voz autoral personal e inconfundible. Una voz estimulante que apela directa al intelecto sin dejarse atrás la estética y los sentidos. Una voz que me sacude y me hace fruir en su dureza. Pero quizás no haya sido azaroso que mi mente haya viajado hasta el Vietnam de Coppola, porque Apocalypse Now no es una cinta bélica más, lo que la hace inigualable es el peso de su calado filosófico: adaptación espuria de El corazón de las tinieblas, usa la falsilla de la guerra de Vietnam para adentrarse en el terreno de lo ontológico, el río que se remonta es el de la pregunta por el sentido. La de Coppola es una película ensayo y Oh, Canadá también lo es.  Salvo que la de Schrader, en lugar del Ser, sobre lo que se interroga es sobre el Yo, en un ejercicio en el que se pone en juego el valor de la memoria y la definición de la verdad. Quizás, además y también, sea una película sobre Vietnam, pero esto lo dejamos sólo apuntado como sugerencia.

Película de breve sinopsis argumental (un afamado documentalista, en estado terminal, concede, a dos de sus exalumnos más brillantes, su última entrevista, con la única exigencia de que esté presente su esposa), el objeto de análisis de Oh, Canadá es la conciencia. Decíamos el Yo en el párrafo anterior, y aunque no vamos a desarrollar los matices que emparentan y separan ambas nociones, sí queremos incidir en la dimensión religiosa que connota a la conciencia frente a su sinónimo más genérico. Así, Leonard Fife, el protagonista, acepta la entrevista de sus alumnos con el afán y objetivo de recibir la confesión. Confesar es, en su sentido amplio, exponer la verdad de nuestros actos, ideas o sentimientos, pero, si nos ceñimos más estrictamente, a lo que se apunta es a ponerse a bien con Dios mediante la declaración como penitentes de nuestras faltas. Obviamente, nuestro calvinista favorito tiene esta acepción en mente. La penitencia es un sacramento ajeno a las iglesias reformadas, lo que más las separa del catolicismo, y uno de los puntos que más fascina a los fieles protestantes. Quizás también lo que más les envidian: esa posibilidad liberadora de descargar los pecados en el confesor con el fin de expiarlos. No es de extrañar que sea, precisamente, en tierras protestantes donde más predicación y arraigo tuvieron (y tienen) las tesis de Freud. Si a falta de pan buenas son tortas, prohibida la confesión, bien nos sirve un psicoanálisis, después de todo el propio Freud definió a su método como curación por la palabra. Este magma se agita en la coctelera de Schrader cuando adapta al cine la última novela de Russell Banks, la crepuscular Foregone (título traducido al español como Los abandonos), y aproxima el rol del entrevistador al terapeuta, pero también al confesor. Sentarnos frente a una cámara, deslumbrados por los focos, nos procura la misma intimidad que la rejilla que vela el rostro del sacerdote en el confesionario. La confesión y el psicoanálisis tienen también en común la escenificación, en su vertiente más clásica, el terapeuta se sitúa detrás del paciente, el cual, tumbado en el diván, no tiene plena dimensión de su presencia. La penitencia y el psicoanálisis nos llevan a una especie de monólogo sanador, porque estamos ante Dios, según la primera, o ante el doctor de la mente, en el segundo. En Oh, Canadá Fife sitúa en el puesto del clérigo, término que en la Edad Media era sinónimo de docto (y este último término, obviamente, está en la etimología de doctor), primero al cineasta y luego a la (última) esposa. Sí el reverendo nos da la absolución y el analista extiende el certificado de nuestra sanación, con Schrader la redención-salvación viene desde el principio femenino. Una concepción muy romántica, en referencia, claro está, al movimiento filosófico-literario del XIX (El eterno femenino nos eleva, escribe Goethe en el Fausto), pero que siempre estuvo en la tradición occidental. Penélope siempre fue el destino y la meta de Ulises.

Hablando de monólogos y de Penélope(s), no está de más recordar que una de sus máscaras más relevantes es la de Molly Bloom. También el Ulises de Joyce es una obra de breve sinopsis argumental, Leopold Bloom se levanta una mañana de junio, la del 16 concretamente, filosofa en el retrete, come unos riñones en el pub, se masturba en un parque viendo las bragas manchadas de sangre menstrual de una adolescente, deambula todo el día por Dublín y al final de la noche, en la madrugada del 17, ya en la cama, Molly le arrebata el protagonismo y su voz interior es la que cierra la novela. Se nos acaba de ocurrir que, si el Ulises es también (y entre otras muchas cosas) un repaso a la historia de las letras irlandesas, el capítulo XVIII es el que expresa la creación más personal del autor, ese monólogo interior es por su concepción y su desarrollo el capítulo más innovador, el más original en el sentido de que no existe propiamente un modelo previo. Continuando con los paralelismos, también se nos ocurre que Oh, Canadá, partiendo de material ajeno, es la más personal de las películas de Schrader. El americano también elige darle a su filme carácter de flujo de pensamiento y, como en su día el irlandés, le da un tratamiento formalmente moderno, ambos están cerca del vanguardismo, Joyce porque lo precede y anticipa, y Schrader porque lo sucede y lo culmina. El monólogo de Molly contraviene todas las normas narrativas, todos sabemos sobre él, al menos, que se caracteriza por haber suprimido casi todos los signos de puntuación; la confesión de Fife también rompe contra toda secuenciación lógica y les crea a algunos la sensación de que los constantes saltos temporales impiden generar verdadera tensión dramática (véase sin ir más lejos la crítica de Nando Salvá para El Periódico). En la época, la publicación del Ulises llegó a estar prohibida en Estados Unidos por obscena, y Virginia Wolf dijo de la más relevante novela del Siglo XX, que era una auténtica tontería. También el tiempo pondrá a Oh, Canadá en el lugar que merece librándola de los desmanes y exabruptos con los que parte de la crítica la ha maldecido. No pretendemos decir que sea fundacional como lo fue el Ulises, pero sí que es un buen broche de oro para cerrar una carrera. Y, no, no enterramos al cineasta, es que algunas cintas tienen la propiedad de ser últimas palabras aunque las sucedan otras tantas. Cine dentro del cine, Oh, Canadá es una película póstuma sobre una película póstuma.

No sabemos si Schrader tuvo en mente a Molly Bloom, en todo caso, nos parece, como analistas, suficientemente pertinente la puesta en relación entre las dos obras. Sí que podemos afirmar que la otra gran novela del siglo pasado está presente en la mente del autor. Cita explícita a la madalena, mediante, Oh, Canadá se pone voluntariamente en diálogo con La recherche de Proust. No podía ser de otro modo cuando los mimbres que la tejen son una reflexión sobre el papel y el valor de la memoria como albacea de la verdad. Uno de los conceptos nucleares de Proust es el de “memoria involuntaria”, esa que surge como efecto del estremecimiento sensorial que se produce cuando desde una sensación presente se desata la evocación, ejemplos serían mojar la madalena en el primer volumen o tropezar en el pavimento desigual del patio de los Guermantes en El tiempo recobrado, último tomo de los siete que componen la novela y que fue escrito por el galo a renglón seguido del capítulo que cierra el primero. La memoria involuntaria tiene valor de verdad revelada, la que viene a permitir la recuperación-redención del tiempo, y se manifiesta bajo la forma de experiencia presente con un objeto del pasado, a través de la cual la vivencia de la pérdida nos sacude. El narrador entonces decide ir en busca del tiempo ya vivido. El tiempo perdido. Por dos veces, Schrader nos pone ante la cita explícita de la madalena detonante del recuerdo vívido, y en ambas ese asalto supone un punto de inflexión y ruptura para Leo Fife. Un Fife que busca hacer las paces con lo que ha sido, en un ejercicio de desgarro y exhibición que pretende desfacer entuertos: eliminar de lo real aquello que lo ha embellecido falseándolo, viajando con su mente ya agónica al momento inicial de la mentira, ese 1968 tan emblemático. En 1968 Eddie Adams ganaba el Pulitzer por su fotografía de la ejecución sumaria en Vietnam de un prisionero desarmado y maniatado de un tiro en la cabeza por parte del general de brigada Nguyen Ngoc Loan. Aunque parezca que una imagen vale más que mil palabras porque no puede mentir, el fotógrafo confesó que su instantánea no era más que una verdad a medias y defendería al general Nguyen, al que calificaría de “producto del Vietnam de su tiempo” e incluso de “héroe”. Fife es un hombre reputado, un genio en lo suyo, el cine documental, pero también todo un héroe símbolo de la lucha pacifista por haber sido objetor de conciencia en ese mismo 1968 (¿recuerdan que les decíamos en el primer párrafo que, después de todo, también Oh Canadá es una película sobre Vietnam?). Volvamos a Proust, la conclusión más célebre de La recherche es que el escritor afirma la superioridad de la literatura sobre la vida: “comprendí que todos esos materiales de la obra literaria eran mi vida pasada (…) la verdadera vida es la literatura”. Una conclusión muy propia de una cumbre literaria del Siglo XX. Oh, Canadá es también una película del siglo pasado, pero llegada desde mediados los años veinte del Siglo XXI, por eso su inferencia cuestiona un tanto el corolario de Proust. Es cierto que sólo el arte permite trascender la experiencia individual, comunicar nuestro yo a los demás, pero ello no lo vuelve más verdadero que a la vida auténtica y sin filtro. Oh, Canadá es la deconstrucción del héroe, un poco equiparable a ese Desmontando a Harry de Woody Allen. Todo en la vida de Fife ha sido una verdad a medias, más fruto del azar que del arbitrio. Más que un héroe, ha sido un traidor. Pero, siempre la adversativa por delante, como habría sentenciado Borges, la infamia y la valentía están tan indisociablemente unidas que la una es la otra.  Así qué, después de todo, sí podemos dar la razón a Proust y concluir que, el arte en general y el séptimo en particular, tiene la virtud de reconciliarnos con la existencia. Gracias al cine, el tiempo pasado, el tiempo perdido, es tiempo poseído, tiempo recobrado.

Fue un auténtico placer despertarse con una cinta tan lúcida el día del pase de prensa. Una de esas películas que, siendo mucho de su autor, desde que me captan, pasan a ser una de mis películas. Otra de Schrader que se suma a mi colección. Y es que Schrader siempre me ha parecido un valor a considerar, uno de esos cineastas que no llegan a defraudar ni siquiera con sus obras menores. Quizás porque su imaginario es muy rico, tanto que puede dar vueltas en torno a sí mismo sin ser nunca una repetición.        En el olímpico 1992 se estrenaba Posibilidad de escape, Schrader dirigiendo a un Defoe en alza y altamente inspirado, no le pasó desapercibido a la crítica que en John Le Tour, camello de lujo, había un auténtico sosias de Travis Bickle, salvo que veinte años más maduro y con un final en el que cabía la esperanza. Entre ambos personajes podríamos situar a Julian Kay, el gigoló americano que tan bien compuso Richard Gere, un eslabón hacia el camino de posible redención del anti-héroe, ahora con treinta años confesos. El mismo Richard Gere es ahora Leo Fife, casi cuarentaicinco años después y con los ochenta ya a tocar. También Fife es una apostilla de Bickle, ahora a punto de sucumbir por razón de edad, y, sin embargo, con la capacidad suficiente como para redimir todas las encarnaciones con las que Schrader ha ido extendiendo a su personaje seminal. El propio director, más cercano a los ochenta que el actor, mira cara a cara a la muerte y, respetándola y aceptándola, la vence con la ilusión que sólo el cine puede generar. Al menos en lo que el cine fue en el siglo pasado, el de su nacimiento y         esplendor. Pero más sabe el diablo por viejo que por diablo, Schrader goza todavía de buenos reflejos y no se ha descolgado del presente, y al presente le lanza una crítica y una advertencia: en tiempos de pantallas omnipresentes, tal vez no quede espacio para lo íntimo, para la existencia sin filtro, lo cual no sólo supondría la negación de la vida, sino también la muerte del arte, en general, y en particular del cinematográfico, que siempre se alimentó de su tensión dialéctica con el vivir. Schrader lo afirma de primera mano, porque también él tiene perfil en Facebook. Y nosotros le seguimos.

 

 

  1. No hay comentarios aún.
  1. No trackbacks yet.

Deja un comentario