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Diario de Serendipia en Sitges 2023: Sexta cápsula

14 noviembre 2023 Deja un comentario

La jornada promete ser fuerte: 4 películas, 4. Y las cuatro pertenecientes a la sección Oficial Fantàstic Competició. Entre ellas la que ganaría el premio a la mejor película. Comenzando en l’Auditori con Pobres criaturas de Yorgos Lanthimos, fuera de competición y que  esperábamos con auténtica expectación. También la extraña producción japonesa Best Wishes to All (みなに幸あれ) de Yûta Shimotsu. Y ya en nuestro segundo hogar, el Tramontana, Cuando acecha la maldad (Demián Rugna), que para nada nos esperábamos el impacto que iba a obtener. Y La espera, el retorno a casa de Francisco Javier Gutiérrez tras su aventura americana.

Fotos: Serendipia

No sabemos a qué hora se acuestan las gallinas, pero ha de ser lo suficientemente temprana como para estar prestas al alba cuando cante el gallo. Y Serendipia se acostó con las gallinas porque sabía que la luna aún reinaría en el firmamento cuando estuviese haciendo cola frente a l’Auditori. Necesitaba estar frescx (más que las rosas) para no perder detalle de la cinta que más esperaba, Pobres criaturas, bastante más de dos horas que iban a requerir toda su atención. La estrategia funcionó y la experiencia fue tan fructífera como esperaba.

Pobres criaturas (Poor Things), la última barrabasada de Yorgos Lanthimos fue, de largo, la mejor película que se proyectó durante esta edición del festival, aunque se ofreciera fuera de competición. La flamante cinta se alzó con el León de Oro en el pasado Festival de Venecia, donde la película fue ovacionada con ocho minutos de aplausos. Y estamos seguros de que hubiera encantado a los surrealistas, que entrarían de buen grado en el laboratorio del Dr. Godwin Baxter (Willem Dafoe) y disfrutarían con sus bizarras criaturas y su más compleja creación: Bella (gran Emma Stone), resultado de sustituir el cerebro de una suicida por el de un nonato.

Bella, es un bebé que todo lo descubre y aprende con pasmosa velocidad, pero con el cuerpo de una mujer adulta, diciéndolo freudianamente, es puro ello, pura amalgama de pulsiones regidas exclusivamente por el Principio del placer (siguiendo con la jerga de Freud). Bella es una hermosa paradoja, una mente sin censura, anterior, no solo al superyo (conciencia moral), sino al mismo yo (sentido corporal-emocional del sí-mismo), en un cuerpo que está en su plena madurez. La inspira un hedonismo inocente como el de los recién nacidos, así va descubriendo el mundo, así también va descubriendo el propio cuerpo. Se palpa como se palpan los bebés y se autosatisface con todo lo que le da placer sin que ningún Principio de realidad (Freud de nuevo) la aliente a posponer sus deseos. Todos al nacer somos así, desvergonzados, nadie nos ha descubierto el pudor, eso es algo que se nos irá inculcando de a poco desde las primeras cucharadas de papilla con cada estonosehace/estonosetoca, para que antes de la pubertad sepamos comportarnos. Bella, en cambio, luce espléndida como una fruta madura, pero con la estructura interna de un primer brote. Su mente, brillante y primitiva, la convierten en la imagen de una adulta no reprimida, espontánea y sin prejuicios, algo que, como cabía esperar, se pondrá de manifiesto, con todas sus consecuencias, cuando descubra la sexualidad.

Hasta el momento de ese despertar, Bella ha vivido en un mundo en blanco y negro encerrada entre los muros de la mansión/laboratorio de Godwin Baxter. Porque su creador/padre necesita unas condiciones ideales para seguir la evolución del experimento que es ella. No la aísla por celo represor sino en aras de alcanzar el mayor rigor científico en la observación de su mejor criatura. En su jaula de oro nada le falta, ni el contacto amoroso, pues el propio Goodwin alienta a su ayudante, el joven Max McCandles (Ramy Youssef) a que dé rienda suelta a su pasión platónica tomándola como prometida. Todo es ordenado y meticuloso hasta que Bella descubre la fruición sexual y con ella la pasión por conocer, lo que la lleva a descubrir el mundo junto al abogado de la familia, un libertino canallita interpretado por Mark Ruffalo. El mundo de la joven se llena de un color vivo en un viaje que va desde una Lisboa retrofuturista (con esos zepelines y ese monoraíl aéreo surcando los cielos) a los barrios bajos de Alejandría y los burdeles de París.  Un recorrido quijotesco en el que a medida que Bella adquiere mayores conocimientos, empieza a entender el mundo en el que vive, aprende a comportarse de acuerdo con las normas de la sociedad y toma consciencia de sus derechos. Así, cuando Bella regresa, es un ser totalmente diferente, experimentado en todos los aspectos y dueña de sí misma. No como mujer liberada, nunca fue prisionera, sino como mujer consciente de su libertad.

Fácil es descubrir en Bella a un trasunto de Mary Shelley a la que su padre describía a sus quince años como una chica «singularmente valiente, un tanto impetuosa y de mente abierta. Sus ansias de conocimiento son enormes, y su perseverancia en todo lo que hace es casi invencible». El trasunto shelleyniano estaba ya en el material del que parte Lanthimos, la novela casi homónima del singular escocés Alasdair Gray, ¡Pobres criaturas!: episodios de la juventud del Dr. Archibald McCandless, funcionario de Salud Pública, algo que se aprecia ya en el nombre del personaje que interpreta Willem DaFoe, Godwin, como el apellido del anarquista padre de la Shelley, y Baxter, apellido del mentor escocés de la autora del Frankenstein (o moderno Prometeo encadenado), el botánico y filósofo radical, que habría terminado de formar el espíritu revolucionario de Mary. La novela, un buen ejemplo de literatura postmoderna, es un pastiche (en la acepción positiva del término) que teje entre sí los modos narrativos del clásico de Mary Shelley con los del Drácula de Bram Stoker, para ofrecer una pieza que en clave satírica se hace eco de las críticas sociales de ambas obras. Y Lanthymos profundiza, también con mucho de comedia, en la reflexión sobre si todo es válido para el desarrollo de la ciencia junto a otros de sus temas más queridos. La Pobres criaturas del griego es, ante todo, un canto al libre albedrío y la libertad de la mujer para decidir y seguir su propio camino. Pero eso se destaca sobre una crítica más ambiciosa que ahonda en el análisis de la complejidad de las dinámicas sociales, los estatus asumidos y el valor de la rebelión. Algo que no reflejaban las primeras y equívocas sinopsis que llegaban en las que se tildaba al personaje de Bella como una especie de criatura de Frankenstein ninfómana.

La mirada del griego hacia la especie humana se vuelve  aquí menos inclemente y cruel, pues, aunque refleja los aspectos negativos de los desarrollos de la humanidad, también tienen cabida la exposición más amable de los perfiles positivos de la especie, deja asomar también la bondad, la empatía y la solidaridad. Y mientras se estiliza en sus contenidos temáticos se radicaliza en su barroquismo visual. Yendo un paso más allá de lo experimentado en La favorita (2018), nos regala una puesta en escena extrema en la que no sólo destaca la transición narrativa del blanco a negro al color, sino que asalta al espectador con  imágenes deformadas por lentes de ojo de pez, con zooms violentos y con grandes escenarios construidos en estudio y digitalmente. Y no se trata de un ejercicio megalómano de un director encantado de conocerse, como sugerían algunas voces al terminar la proyección, sino que sus decisiones formales barrocas resultan perfectamente ajustadas al espíritu que quiere imprimir a su relato. Todo ese artificio e imaginación se ajustan perfectamente a lo que requiere la historia. Toda esa acumulación de elementos resulta coherente y plena de sentido. El espectador atento sabe comprender que la historia no podría haber fluido si se hubiese contado con la parquedad de recursos visuales. Las columnas salomónicas tuvieron razón de ser, por más que las sobrias columnas dóricas cumplían de igual modo su función de sostén.

Es la primera ocasión en la que el director griego ha trabajado con material ajeno, aunque tenía muy claro lo que quería y así se lo pidió a su guionista, Tony McNamara, nombrándole tres películas como referencia al tono que quería para la suya: Y la nave va (E la nave va, Federico Fellini, 1983), Belle de Jour (Luis Buñuel, 1967) y El jovencito Frankenstein (Young Frankenstein, Mel Brooks, 1974). Y en vista de los resultados puede decirse que se fabricó un híbrido perfecto.

Emma Stone repite con Lanthimos tras La favorita (The Favourite, 2018) y el cortometraje Vlihi (2022), como actriz, y en esta ocasión, como productora, demostrando tener muy buen ojo, pues el director sabe sacar de ella unas interpretaciones  antológicas. La actriz ha tenido que a inventarse una nueva forma de andar, una nueva forma de hablar, una nueva forma de actuar. Porque se trataba de alumbrar a la nueva mujer con suficiente histrionismo y suficiente temple como para no caer en la caricatura. Stone asume riesgos que son poco transitados por las estrellas de Hollywood y que pasan también por entregarse sin remilgos a las escenas de sexo.

Lanthymos firma un excelente trabajo de género. ¿De cuál? De uno inclasificable que no se deja resumir en las etiquetas: ¿Es fantasía?, ¿Es humor?, ¿Es sátira? Es todo ello y mucho más. El griego diluye las fronteras en otra obra de rico mestizaje genérico.

Con la cinta de Lanthymos nos acercamos a la prometida reflexión sobre qué narices puede ser la pureza del terror, pero antes haremos otra escala para hablar de la opera prima de Yûta Shimotsu, que es el plato que degustó Serendipia en su antepenúltima sesión en el Auditori.

Shimotsu llegaba a la presentación de su opera prima ataviado con la camiseta del festival. Divertido nos contó que había tenido que comprar ropa de urgencia porque la aerolínea le había extraviado la maleta. Puro entusiasmo, el japonés, sin darse cuenta, hacía todo un spoiler de su largo, procedente de su corto homónimo que se alzó en 2022 con el gran premio de la Japan Horror Movie Competition de Kadokawa: confesó haberse inspirado en una leyenda nipona según la cual ser feliz depende directamente de la infelicidad de otros.

Best Wishes to All (みなに幸あれ) nos sumerge en una pesadilla doméstica. Una llena de extrañeza, que recuerda las atmósferas de Junji Ito, y en la que su joven protagonista (Kotone Furukawa), una estudiante de enfermería,  descubrirá en una visita a casa de sus abuelos que las cosas no están bien. Que estos tienen un comportamiento extraño. Y que, además, suenan golpes provenientes del trastero. Ella parece ser la única de la familia que se percata de todo, pero pronto descubrirá, por las malas, que todo ello es producto de una peculiar tradición ancestral para alejar la infelicidad. 

El arranque de Best Wishes to All nos hace recordar La visita (The Visit, 2015) de M. Night Shyamalan, con esos abuelos que incluso en los primeros compases resultan intrigantes.  haciendo anticipar que algo va a torcerse hacia una esfera de perversidad. Pero pronto, cuando, por ejemplo, los ancianos empiezan a gruñir como los cerdos ante el cochinillo que van a comer, mientras sostienen que los cerdos están satisfechos de ser sacrificados para deleitar nuestros ágapes, y, sobre todo, cuando se arrastra hacia el comedor un personaje semidesnudo que tiene cosidos los párpados y los labios, la cinta de Shimotsu deriva hacia territorios más autóctonos del terror. Takashi Shimizu, uno de los fundadores del terror japonés moderno (y que ya produjo el corto que extiende esta opera prima), saluda a Yûta Shimotsu como nueva savia que va a renacer al J-horror, que parecía haberse aletargado en las últimas décadas.

Aunque aquí no exista la presencia de ningún yūrei, esos fantasmas femeninos que nos deleitaron en el The Ring (リング, 1998) de Hideo Nakata, sí nos movemos en el terreno de los cuentos y leyendas sobrenaturales que han distinguido al País del sol naciente, explotando a las mil maravillas un terror surreal y psicológico. Shimotsu dibuja una pesadilla poblada por monstruos muy humanos con una gran dosis de humor negrísimo, utilizando los efectos visuales y el sonido con moderación para crear una sensación de pavor y terror que se infiltra en nuestra conciencia. Logra un terror que es local y a la vez universal, porque no podemos dejar de mirar pasmados sus extravagantes viñetas de comedia oscura, divertidos a la par que un punto horrorizados. Reímos, pero a la vez se nos queda un gesto sombrío, sobre todo ante su plano final (Spoiler Alert) en el que tomamos conciencia de que nuestra protagonista ha acabado por aceptar la locura de dañar a otros para procurarnos bienestar.

¿Qué harías por la felicidad? Es la interrogación con la que se promocionan estos mejores deseos para todos. Sabemos al terminar que se está preguntando por los límites de lo ético. Esa es la clave conceptual de este cuento de horror en familia, una premisa temática que recuerda la crítica similar de Kiyoshi Kurosawa al consumismo contemporáneo y su correspondiente narcisismo en Creepy (クリーピー 偽りの隣人, 2016). Aún sin llegar a la altura del maestro más autoral del J-horror, el debut de Shimotsu resulta un excelente y atmosférico ejercicio de terror. ¿Puro? Llegamos ya a la gran disquisición, justo cuando cambiamos de sala y vemos la próxima película.

Serendipia vuelve a instalarse en el paraíso de la primera fila del Tramontana, le gusta comerse la pantalla y sólo aquí le es posible. Toca ver otro de los títulos que han despertado expectativas desde que fue anunciada su participación en la sección Oficial Fantàstic Competició: el segundo largo de Demián Rugna, Cuando acecha la maldad. En 2018 Serendipia había disfrutado con su prometedora opera prima, Aterrados, una visceral y efectiva película de terror sobrenatural con elementos de comedia. Y el arranque de Cuando acecha la maldad no podía ser más prometedor, parecíamos estar ante un weird western gaucho: Una hacienda, noche, los perros ladran, se oyen disparos; por la mañana los dos hermanos que guardan la finca inspeccionan el terreno, hallan un cadáver decapitado y todo los lleva a la casa de unos masoveros indígenas, allí descubren que el hijo mayor, Uriel, se ha convertido en una masa de carne hinchada y llena de fístulas: es un embichado. Serendipia se relame acariciando la idea de estar ante un enigmático mal ancestral de color autóctono. La producción argentina (con parte de capital norteamericano) envuelve su atmósfera malsana con toques de humor muy oscuro,  ambas cosas van in crescendo hasta que el primer acto culmina con un festín de muertes bastante gore. Qué es lo que sea un embichado se desgrana, en este primer momento, dosificando la información paulatina y sosegadamente, manteniendo alta la intriga y haciendo cómplice al espectador de la reconstrucción de la lógica de esa particular mitología. Pero la cosa cambia: se abandona la apariencia de western rural, para introducirnos en una especie de road movie de huida de la maldad que acecha a los protagonistas. Lo peor es que se abandona también el desarrollo de la acción progresivo, y las claves de la trama avanzan a golpe de diálogo, puesto en boca de los nuevos personajes que van incorporándose. Nada molesta más a Serendipia que los subrayados discursivos, sobre todo cuando, a su juicio, el metraje de la cinta hubiera sido suficiente como para continuar acudiendo a los elementos puramente visuales para desarrollar la acción.  Además, la naturaleza de los embichados no era todo lo original que habíamos esperado. La acción va derivando hacia unos derroteros más trillados, los embichados no son otra cosa que un cruce entre infectados y poseídos, que sí, es novedoso, pero no deja de ser la fusión de figuras ya establecidas con anterioridad en el género. Como sentencia Wilson Chapman, donde se nos prometía una pesadilla febril de alta temperatura, acabamos encontrando un resfriadillo tejido con los mimbres de un recital de sustos que son más espeluznantes y escandalosos que aterradores. Rugna malogra el potencial de lo que él mismo había planteado. O esa fue la impresión de Serendipia, al menos, porque, al salir, sus compañeros de platea celebraban exaltados lo visto ¡Por fin terror!

Cuando acecha la maldad convenció a casi todos, incluidos los miembros del jurado,  que la coronarían mejor película del certamen. Como explicaron en el palmarés: «nos gusta el cine de terror, las películas de terror y creemos que a veces no tienen el reconocimiento que deberían tener y por eso hemos escogido esta película porque creemos que es la mejor de las películas que hemos visto». Incluso la organización se felicitaba pues «la película supone un éxito para Sitges Industry ya que fue un proyecto que empezó a gestarse en el contexto del Sitges Fanpitch«. Cuanto menos, curioso.

Ante tamaños festejos, la cabeza más secundaria del monstruo que esto escribe empezó a plantearse si acaso eso del terror no iba con ella y, entonces, no tenía derecho a acudir a un festival que está consagrado a ello. Y, a partir de ahí, de su pequeño trauma (diciéndolo un tanto hiperbólicamente), se enfrascó en toda una indagación sobre qué narices es eso del terror que tantos habían calificado de puro. Y ahora es cuando va a soltar la digresión prometida desde el día anterior.

Para el catedrático Sebastián Serrano, somos hijos del miedo. De un miedo con alto valor adaptativo que tiene por antónimo la temeridad. Los temerarios no le tienen tomado el pulso al peligro, por eso se arriesgan sin tino, juansinmiedos de la vida, se atreven con todo, su falta de juicio les expone y… no llegan a viejos. Los temerosos, en cambio, no corren riesgos innecesarios, actúan con prudencia y sobreviven dejando su herencia genética para la especie. Una perpetuación biológica de los miedicas que se refuerza con la educación. A sus vástagos les legan sus genes y los cuentos. Las leyendas y el folklore vestían los peligros naturales con el ropaje de entes dañinos y taimados, así, si no tienes vértigo, un barranco puede resultar hasta atractivo, pero si es la oscura morada de una legión de trolls (por poner), y eres niño, la cosa ya se pone más seria. Vino la Ilustración queriendo poner coto a las supersticiones en nombre del reinado de la recta Razón, pero la generación romántica que la sucedió volvió a elevar y dar valor a lo sobrenatural. Movimiento pendular de la historia en el que tuvo su peso descubrir que el sueño de la razón produce monstruos. Terror por antonomasia es el método expeditivo de represión revolucionaria (o contrarrevolucionaria) que instauraron Robespierre y su pandilla. No es de extrañar la reacción de la generación siguiente que empezó a poner en valor lo medieval y lo oscuro, siguieron la estela de Horace Walpole que en 1764 escribía El castillo de Otranto haciendo nacer la literatura de terror. Si el arte desconfiaba de la Razón, también la propia filosofía la ponía en cuestión: en el siglo XIX nacía la que se ha denominado Filosofía de la Sospecha, que tiene en Marx, Nietzsche y Freud sus cabezas de cartel. Es el vienés el que va a adentrarse en la mente y sus traumas y, claro, pondrá sus miras sobre qué es y qué produce el terror, esa emoción que ahora sabemos que nace en una región del cerebro denominada amígdala, ubicada en el sistema límbico, que se encarga de regular las funciones de conservación del individuo. Aunque admira a Darwin, Freud da una explicación que no es biologista sino una lectura que podríamos denominar (un poco a bulto) metafísica. El padre del psicoanálisis se interesa por el terror desde bien temprano, pero es después de la Gran Guerra cuando dará su definición más elaborada, distinguiendo entre angustia, miedo y terror. Si el miedo es el temor a un peligro presente, conocido, y la angustia la señal de alarma de la mente, que lo anticipa sirviendo de entrenamiento, el terror está relacionado a un estado en que se encuentra el sujeto cuando se ve sorprendido por un peligro para el cual no estaba preparado. Según esta lógica, aterrarse es estar al borde del colapso, enfrentarnos a una  adversidad, tan grande, que quedamos paralizados y, en el peor de los casos, condenados a repetir mentalmente el trauma que hemos vivido (algo que Freud observó entre los veteranos de la Gran Guerra). El miedo nos cualifica, el terror nos incapacita. Así las cosas, deberíamos concluir que los que ven cine de terror somos unos absolutos masocas. Pero es que la cosa no es tan simple. Si disfrutamos del género es porque mientras vemos estas producciones nuestro cuerpo está tensionado y libera cortisol, una hormona que está relacionada con el estrés, por eso, asustarse con una película mejora el estado de ánimo y ayuda a sentirse mejor. El miedo que vivimos en la sala oscura nos activa, nos despierta, hasta nos enardece. Definiéndolo coloquialmente: vivimos un “subidón” químico que nos provoca una euforia momentánea. Sobre todo si el final es catártico. Se disfruta del terror que no paraliza, que es tanto como decir que no aterra, ergo no puede existir algo así como películas de terror puro. De haberlas nos lisiarían, nos dejarían traumatizados (en el sentido fuerte del término) de por vida. Casi muertos. Defender la pureza del género es defender algo que no lleva a parte alguna. Lo puro es lo que está  libre y exento de toda mezcla de otra cosa. Lo que es fiel a una esencia imperturbable, impermeable a cualquier cambio. Pero el terror es también un reflejo de la sociedad, de los miedos de una época, por eso no puede ser invariable. Cada momento histórico vive sus propios espantos y los expresa bajo formas narrativas acordes. En definitiva, no es más puro, ni menos, el terror gótico de Walpole que eso que llaman horror elevado. Sólo son distintos rostros del miedo. Bienvenidas sean todas las manifestaciones del monstruo.

Aliviados tras la perorata, ya podemos continuar con el relato de la jornada que tuvo para Serendipia un bonito final de fiesta: La espera, otra cinta que usa los caminos del western rural, ahora ambientado en la Andalucía natal de su director, Francisco Javier Gutiérrez.

Gutiérrez en La espera incluye varios guiños a su recordada cinta de 2008, 3 Días, con la que debutó en el largometraje y que le supuso bastante reconocimiento en la época. Recupera a uno de sus protagonistas, Víctor Clavijo, que realiza nuevamente un trabajo excepcional. Al igual que el resto de su escogido reparto: Pedro Casablanc, Luis Callejo y Manuel Morón, entre otros. Clavijo encarna a Eladio, guarda de una finca que organiza partidas de caza y que acepta el soborno de uno de los señoritos, el secretario del hacendado, que sabedor de la necesidad que se pasa en el hogar del guarda, le tienta con un cuantioso soborno para que descuide la seguridad y reparta más lotes de caza en la montería. Semanas después su vida entera colapsa. Lo que parecía un vuelco favorable del destino se convertirá en un macabro descenso a los infiernos en el que Eladio sufrirá la trágica pérdida de su familia y verá puesta a prueba su cordura con algo mucho más oscuro.

Después de su poco afortunada aventura americana, Gutiérrez sintió la necesidad de volver a España, a Andalucía, su tierra, y rodar algo más íntimo, más personal, «España me devuelve a mis raíces, a mis recuerdos, así como a mi narrativa más personal. Trato de ahondar en las emociones, explorando una vez más la complejidad, oscuridad, belleza y fragilidad de la naturaleza humana. Todo ello disfrazado de un thriller de terror brutal, sin concesiones, descarnado, con alma de wéstern». Una vez en este blog hablamos de Los santos inocentes (Mario Camus, 1984) y decíamos de ella: «No es una película de terror, pero sí una película sobre el miedo, ¿o acaso no es terrorífico ese abuso de poder de los señoritos, su absoluto desprecio por las vidas ajenas?  Los miedos cotidianos son más sórdidos que los fabulados, por eso tienen más cuerpo y nos remueven más«. La espera entronca con el relato de Miguel Delibes, con la película de Camus, pues estos nos hablaban del monstruo, el que representan los hacendados, esos cazadores de hombres, y también los otros, esos que hacen honor a la etimología del término, los que son dignos de ser mostrados. Azarías es nuestro héroe, el inocente capaz de derramar sangre y conducirnos a la liberación de acabar con mano certera con el servilismo. Pero si Los santos inocentes dejaba margen a la catarsis, eso no ocurrirá en La espera. En el filme del andaluz las partidas de caza se convierten en algo directamente tenebroso y se encauza el drama rural hacia el sendero de lo siniestro, magia negra y sociedades secretas incluidas. El terror se irá cociendo asentado sobre la dilación, sobre la angustia de lo que no llega, pero sí se espera. Y se teme.

La película de Francisco Javier Gutiérrez tiene en la espera del título el centro mismo de su funcionamiento narrativo. Con un sol inmisericorde y un calor constante, que baña de sudor a los personajes, La espera es un trabajo sobre el dolor, la pérdida y el infierno de la culpa. Así como sobre la imbatibilidad del poder, hambriento de sacrificios con los que perpetuarse. Filme de puesta en escena brillante, no faltan las voces que catalogan este ejercicio de realismo, más que mágico, maléfico, de muestra de folk horror nacional.

Más allá de la etiquetas, la propuesta de Gutiérrez se manifestaba como una de las más sugestivas de esta edición. Incluida en la sección Oficial Fantàstic Competició, habría merecido mayor eco de sus bondades. El público que compartió la sala Tramontana disfrutó, además, de las palabras de presentación del propio director.

Cerrar con el filme de Gutiérrez fue un magnífico broche para un día casi perfecto, repleto de importantes títulos de autores ya consagrados, de debutantes y de otros prometedores que aún siguen en la liga de  haber de darnos todavía mucho más.

Mientras tanto, en Sitges continuaban pasando cosas…

 

 

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